La practicamos a diario, nos envuelve en todos los ámbitos, y sin embargo nos cuesta mucho disfrutar de ella
Conversar es una experiencia humana fundamental, algo que nos hace distintos al resto de especies. La conversación es omnipresente en nuestras vidas, la ejercemos a diario, se produce en infinidad de interacciones a nuestro alrededor. Puede ser oral o escrita, puede ser un lance cómico o una tragedia personal. Conversamos para aprender, para perdonar, para halagar o aleccionar. Es un universo cuasi inabarcable, y sin embargo nos cuesta horrores gozar de una buena conversación. Estamos tan acostumbrados a los intercambios rutinarios, a las interacciones prácticas y preestablecidas de nuestra vida social, que cuando una conversación se eleva a la categoría de experiencia, nos marca profundamente.
Una buena conversación es terapéutica. Y una mala conversación nos deja algo chafados. Aunque uno u otro resultado nos parezcan muchas veces fruto del azar (conectar o no con la otra persona, coincidir en nuestros gustos o impresiones), la realidad es que ciertos caminos verbales nos conducen irremediablemente al desastre y otros aumentan las opciones de que gocemos de una charla satisfactoria, por mucho que la otra persona sea totalmente distinta a nosotros.
La investigación psicológica ha identificado muchos de esos hábitos y prejuicios que ponen barreras entre nosotros y los demás sin que seamos conscientes de ello. La buena noticia es que corregir los vicios conversacionales es una tarea fácil. Se trata de hacer pequeños retoques en nuestro estilo de conversación, palancas sencillas que incentivan la confianza mutua y acarrean enormes beneficios.
El escritor inglés del siglo XIX William Hazlitt resumió el primer pilar de una buena interacción del siguiente modo: “El arte de la conversación es tanto el arte de oír como el de ser oído. Algunos de los mejores conversadores son, por este motivo, la peor compañía». Es decir, para conversar es tan importante hablar como saber guardar silencio. A todos nos ha ocurrido: una persona que nos abruma con su verborrea más que una buena conversación lo que nos brinda es un buen dolor de cabeza.
Lo que nos demuestra quien nos avasalla con su conversación, por muy graciosa o carismática que sea, es que no se está interesando por nosotros. De ahí que los expertos señalen que una persona que hace preguntas y se interesa por nuestro relato nos produce una mejor impresión que aquella que solo habla o que no reacciona a nuestras palabras. Es fácil entender por qué las preguntas tienen tanto encanto: demuestran el deseo de llegar a un entendimiento mutuo y dan la oportunidad de validar las experiencias del otro.
“Las personas que hacen más preguntas, particularmente preguntas de seguimiento, son más apreciadas por sus compañeros de conversación”
En un experimento sobre comportamiento organizativo en la Universidad de Harvard, se tomó una muestra de 130 participantes y se la sometió a variables de conversación en tandas de 15 minutos. Primer resultado: aquellas personas que efectuaban más preguntas tenían más opciones de tener una segunda cita con su interlocutor. Segundo: las preguntas que marcaban la diferencia eran las llamadas “preguntas de seguimiento”, aquellas en las que el receptor empatiza con nuestro relato y nos pide más detalles. Por contra, las “preguntas de cambio”, que cambian de tema, o las “preguntas espejo”, que simplemente copian lo que alguien ya te ha preguntado, no tenían el mismo efecto.
“Las personas que hacen más preguntas, particularmente preguntas de seguimiento, son más apreciadas por sus compañeros de conversación”, concluía el estudio de Harvard titulado ilustrativamente Preguntar no hace daño. “Cuando a las personas se les pide que hagan más preguntas, se las percibe como de mayor nivel (ya que) generan una construcción interpersonal que captura la escucha, la comprensión, la validación y el cuidado”, proseguía, antes de advertir: “Aunque la mayoría de la gente no prevé las ventajas de preguntar y no lo hace lo suficiente, harían bien en aprender que preguntar no hace daño”.
Esto demuestra que nos gusta que nos escuchen y se interesen por nosotros. Es el viejo arte de la atención: la percepción de estar recibiendo atención activa de otra persona aumenta nuestro sentimiento de confianza y contribuye al aumento del bienestar que suele derivarse de las conexiones sociales fuertes. Cuanto más atentos seamos con alguien, más feliz se sentirá.
Dar y obtener atención implica también abrirnos hacia la otra persona. El estudio de Harvard demostró algo que puede parecer obvio, pero en lo que caemos con frecuencia: las charlas triviales tienen un punto nocivo: no generan ningún impacto e incluso pueden perjudicar la relación con la otra persona. Por contra, las conversaciones con significado generan un impacto positivo. Para ello, dicen los investigadores, debemos superar el temor de revelar a los demás pensamientos o asuntos personales, muchas veces bajo la falsa sensación de que no son interesantes o el otro no nos va a comprender o nos va a juzgar. Bien mirado, las amistades duraderas se basan precisamente en abrirnos y tener interacciones profundas con la otra persona. “La autodivulgación (exponer cuestiones personales) puede incluso aumentar la conexión entre personas de distintos grupos sociales, incrementando la cercanía independientemente de las diferencias en factores demográficos, como la edad o el estatus migratorio, que cabría esperar que supusieran barreras para la amistad”, indica el estudio.
Hablemos con quien hablemos y hablemos de lo que hablemos, la clave es buscar el equilibrio, dicen los expertos: en los intercambios entre los interlocutores, en la profundidad del debate y en la familiaridad de los temas. Tanto si estamos en una primera cita como si nos reunimos con un amigo de toda la vida, cada frase que pronunciamos ofrece una nueva oportunidad para una mayor conexión. Haríamos bien en recordarlo más a menudo
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