Este 2021 nos ha dejado varias palabras nuevas. Como no queremos hablar de la pandemia -si estás leyendo esto, bienvenido a un paréntesis-, nos quedaremos con un término pegado al debate social que ha ido variando con el paso del tiempo: woke. Este adjetivo que surgió el siglo pasado en Estados Unidos para señalar la conciencia sobre el racismo (literalmente viene de awake, despierto), hoy se ha vuelto prácticamente un insulto. O al menos una palabra con dos significados radicalmente opuestos, según quién la use: los autodenominados woke se sienten ciudadanos con sensibilidad social. Sin embargo, sus detractores los llaman así para señalarlos como intolerantes. Esta semana, Le Courrier International se pregunta en su última portada cómo woke ha pasado a ser una palabrota (“Comment woke est devenu un gros mot”).
Vamos a los orígenes: en 1938, el cantante Lead Belly usó el término woke para advertir a los afroamericanos de que debían estar alerta, mantener los ojos abiertos (“best stay woke, keep their eyes open”) en Scottsboro, Alabama. Eran tiempos durísimos, plagados de juicios y ejecuciones racistas. En 1942, un artículo de la revista afroamericana Negro Digest se refería a las reivindicaciones de un minero negro hablando de ese despertar. Varias generaciones más tarde, el movimiento Black Lives Matter retomó el término en sus protestas contra la violencia policial. En 2015, en los campus universitarios americanos se empezó a hablar de generación woke para designar a los estudiantes comprometidos contra la injusticia social y el racismo de su país. Hasta que la situación derivó en destrucción de estatuas, acoso a profesores y una imposición de lo políticamente correcto.
En menos de cinco años, woke ha pasado a ser el comodín que usa una parte de la derecha para ridiculizar a una parte de la izquierda. Ya no solo en Estados Unidos, sino también en otros países (aquí hemos seguido el debate). El término se ha perdido dentro de las guerras culturales e ideológicas. Y las redes sociales lo han amplificado. “Ahora parece referirse a los moralistas, dogmáticos, que abogan por la cultura de la prohibición y de la rectitud política”, apunta Nadine Vincent, profesora de Comunicación en la Universidad de Sherbrooke (Canadá).
Dos análisis
Si queremos ser rigurosos, debemos hacer dos análisis separados. Por un lado, la discriminación a negros y latinos en Estados Unidos. Por otro, el uso interesado de las buenas intenciones. Para el primer análisis tenemos tres siglos de cifras que documentan cómo los no blancos en EEUU reciben peores salarios y servicios, además sufrir de discriminación social, policial y judicial. La activista afroamericana Patrisse Khan Cullors, que trabaja para frenar los abusos de los agentes en Los Ángeles, escribe: “Somos una generación olvidada. Peor aún, somos una generación excluida. Excluida por la guerra contra las drogas. Excluida por la guerra contra las bandas. Excluida por la criminalización y el encarcelamiento masivo. Excluida por la destrucción de la educación pública y excluida por la gentrificación que nos expulsa de los barrios que nosotros mismos hemos ayudado a levantar”. Recordemos que Nelson Mandela siguió apareciendo en la lista de terroristas del FBI hasta 2008.
El segundo análisis es más escurridizo. A la mayoría de personas progresistas les molestan los escraches en el entorno universitario y la moralización de la política. Tampoco comulgan con la dimisión forzosa de periodistas o gestores culturales por hacer comentarios juzgados impropios según el nuevo consenso imperante. Ni les parece de recibo que en algunos colegios americanos se anime a los críos a reconocer sus privilegios de blancos.
¿Desde cuándo la libertad de expresión es patrimonio de los conservadores? ¿No es una trampa? En su ensayo ‘Ofendiditos’ (Anagrama, 2021), Lucía Lijtmaer traza muy bien la línea de la trampa: los que se consideran víctimas del buenismo y la corrección política son los mismos que se disfrazan de incorrectos para defender ideas caducas. ¿Se declaran políticamente incorrectos para faltar al respeto?
En Estados Unidos existe todo un universo de “podcasts anti-woke”, por ejemplo. El ex presidente Donald Trump solía usar ese término de forma peyorativa para referirse a los progresistas. En Francia, Éric Zemmour, candidato a las presidenciales y provocador profesional que hace parecer moderada a la candidata de la ultraderecha Marine Le Pen, intenta hacer de la supuesta franqueza su marca.
¿Cómo se desbloquea el debate? ¿Cómo se desbrozan los argumentos importados de una cultura puritana como la estadounidense para sacar conclusiones interesantes para Europa?
Una vía es impedir que los ambientes universitarios se conviertan en “monocultivos”, como dice el periodista español Argemino Barro, reportero en Estados Unidos. Es decir, establecer un equilibrio entre profesores conservadores y liberales (en el sentido anglosajón). Lo mismo podríamos decir de las tertulias en los medios o en la cúpula judicial.
El lingüista afroamericano John McWhorter, profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia, ha publicado recientemente el ensayo Woke Racism: How a New Religion Has Betrayed Black America (Portfolio, 2021). En una entrevista a la radio pública NPR, insistía en que es hora de abrir un debate nuevo, actual y sincero. “La idea es ayudar a las personas que necesitan ayuda. La idea moderna de que las microagresiones y cómo se sienten las personas blancas en el fondo de su corazón es lo que deberíamos estar pensando para mí es un desvío. Francamente, la izquierda tiene que ser más honesta sobre este tipo de cosas”.
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