Tenemos un abanico de información y entretenimiento sin precedentes, pero hemos decidido que queremos hablar de las mismas cosas a todas horas porque nos da miedo estar solos.
Tenemos una variedad sin precedentes de asuntos sobre los que informarnos y debatir pero todos terminamos hablando de lo mismo cada día. Asuntos, por lo general, banales e intrascendentes. En el universo de posibilidades infinitas de internet, todos caminamos con las anteojeras puestas, siguiendo mansamente el camino que los medios de comunicación, y sobre todo las redes sociales, nos marcan para ese día.
Lo vivimos recientemente con La Bofetada (así en mayúsculas la bautizaron en Estados Unidos), el golpe que el actor Will Smith propinó al cómico Chris Rock en la gala de los premios Oscar en Los Ángeles. Sabrá perfectamente de qué estamos hablando porque usted, por mucho que no quiera, es un átomo más de este agujero negro que todo lo engulle. Durante 24 horas, en todo el mundo, solo se habló del golpe que un actor rico dio a otro actor rico en un lugar lejano y distante. Se crearon dos bandos irreconciliables. Unas horas más tarde, nos olvidamos del episodio y seguimos con nuestras vidas, inmersos ya en el siguiente asunto de debate nacional o global de ese día.
“A cambio de servicios muy cómodos, de eficiencia y de entretenimiento, estamos renunciando a pequeñas porciones de nuestra libertad y de lo que nos hace humanos. También creo que dificulta la búsqueda de una felicidad más profunda. El análisis coste-beneficio real es mucho más desfavorable del que percibimos”, alerta el sociólogo Diego Hidalgo en ‘Anestesiados’ (Catarata). Hidalgo se refiere a las redes sociales, ecosistemas tan abiertos y democráticos en apariencia, pero tan restringidos y controlados en el fondo. Allí no solo socializamos, sino que acudimos a informarnos. Los medios de comunicación vuelcan en ellas sus contenidos más sugerentes para captar nuestra atención (y nuestro dinero), y allí también se concentran los líderes de opinión para verter sus tesis y amplificar y limitar los ejes del debate público de ese día. Las redes son nuestra televisión, nuestra radio y nuestro periódico, todo en uno.
Esta concentración ejerce de filtro único para la infinitud de asuntos que, sobre el papel, nos ofrece internet. Solo los contenidos más polémicos o sorprendentes salen por el otro extremo del embudo de nuestra atención, y una vez lo han hecho, se replican hasta copar el debate público. Lo hizo La Bofetada, lo hizo el festival de Benidorm, lo hizo la serie El Juego de El Calamar y lo ha hecho el nuevo disco de Rosalía. También lo hace constantemente el exabrupto del político de turno y la noticia descontextualizada sobre el asunto del momento. Tenemos tantas cosas de las que informarnos y hablar que todos decidimos hablar de lo mismo. Y esto no es un azar, sino un mecanismo de socialización.
“Hemos sido víctimas de tal bulimia de contenidos, de cultura y de posibilidades que lo que deseamos es que solo haya un canal para poder juntarnos todos a discutir sobre lo mismo. Nos hemos aburrido de las aventuras, de la exploración. No queremos experimentos, que cansan mucho. Queremos una única cosa, y que esa cosa se parezca a nosotros, que se parezca a todos. O, como mucho, dos, para que haya algo de debate”, reflexiona el periodista Héctor G. Barnés en El Confidencial. Y remata: “La abundancia hoy no es tener muchas cosas, sino tener pocas, y lo más importante, que sean las que los demás tienen, para no tener que enfrentarse al vértigo existencial de la elección, del aislamiento que provocan las experiencias individuales”.
Esta paradoja: en los años 60 los españoles tenían solo dos canales de televisión para informarse pero soñaban con conocer el mundo y las tendencias culturales que la censura filtraba. Hoy tenemos el mundo al alcance de la mano, pero hemos decidido sentarnos cómodamente frente a un televisor de emisora única llamado redes sociales, una tendencia uniformadora a la que también se han sumado gustosamente los medios de comunicación.
Si nos apegamos a las tesis sobre el hombre moderno de Erich Fromm y Herbert Marcuse, todo esto tendría un sentido y estaría ya estudiado. Así lo expone el analista tecnológico y escritor Antonio Ortiz: “Si siguen estando vigentes, podemos tomar su dictamen por el que seguimos teniendo un enorme temor a la soledad moral. Apuntaban a que en gran medida ese conectar con otros a través de leer, ver y escuchar lo mismo – y la conversación a posteriori en el siglo XX, la conversación en tiempo real en este XXI – nos ayuda a no estar solos”.
Lo grave es que este nuevo ágora para el siglo XXI es propiedad de empresas con más poder que muchos estados. Esto provoca una colisión (y un enredo jurídico importante) entre la libertad de expresión y el derecho mercantil. En 2017, el Tribunal Supremo de Estados Unidos emitió una sentencia pionera sobre la constitucionalidad de limitar el acceso a las redes sociales y afirmó que Internet “es el equivalente en el siglo XXI de las calles y parques públicos”, el lugar donde se intercambian opiniones e ideas y donde se accede a la información. ¿Se puede expulsar a alguien del espacio público en base al derecho de admisión privado? El asunto es complejísimo.
Es interesante la descripción de esta realidad que hace el abogado Pedro Pérez-Cuesta en el blog de la Fundación Hay Derecho: “Las redes sociales se han convertido en verdaderas sociedades, los usuarios en ciudadanos de las mismas y los dueños de las gigantes tecnológicas, al más puro estilo de los monarcas absolutistas, en ostentadores de un poder cuasi despótico con capacidad para decidir qué puede publicarse y quien tiene derecho a acceder y permanecer en dicha sociedad”. En este sentido, Pérez-Cuesta subraya el conflicto legal y ético que implica este nuevo marco de convivencia y los interrogantes que abre sobre el ejercicio de los derechos básicos de la ciudadanía.