Lo que el silencio entre generaciones nos está gritando

Lo que el silencio entre generaciones nos está gritando

Javier Martín Fernández
Socio Director de Ideo Legal
Catedrático de Derecho Financiero y Tributario

Julián Marcelo Podzamczer
Executive Clothier at LGFG Fashion House Spain

Participantes en Give & Take.

 

Los firmantes de estas líneas estamos llevando a cabo el programa de Foro de Foros GIVE&TAKE, de mentoring bidireccional, donde “jóvenes y menos jóvenes” comparten sus experiencias e inquietudes con el objetivo de aportar un valor diferencial y de aprendizaje a la otra persona que conforma la pareja, siempre en pie de igualdad.

Julio 8, 2025

Hay un ruido que no escuchamos porque es demasiado suave. Es el ruido del silencio entre generaciones. Un silencio que no siempre ha estado ahí, pero que, desde hace décadas, se ha ido instalando entre nosotros como una especie de niebla educada. No es hostilidad, no es rechazo explícito. Es algo más sutil. Una distancia, un no saber por dónde empezar a hablar con quien vive en otro tiempo, aunque comparta nuestra calle, nuestra casa, nuestro idioma. Y no se trata de idiomas digitales frente a analógicos. Sin duda, algo mucho más hondo: cómo nos contamos la vida los unos a los otros cuando no compartimos ya ni los referentes, ni el ritmo, ni la mirada.

Durante siglos, las culturas humanas se han sostenido sobre una transmisión orgánica de saberes entre mayores y jóvenes. No había necesidad de una palabra como “intergeneracional”: simplemente, las vidas estaban entretejidas. El campo, la casa, la plaza, incluso la guerra y la fiesta, eran escenarios donde los mayores enseñaban con el cuerpo y los gestos. Por su parte, los jóvenes aprendían con la mirada. Hoy, esa continuidad se ha resquebrajado. Y no por maldad, ni por negligencia, sino por velocidad. Por una transformación social tan acelerada que ha convertido la diferencia generacional en abismo.

Una escena ilustra bien esto. A finales de los años sesenta, en plena efervescencia del movimiento estudiantil en Francia, una reportera pregunta a un joven manifestante qué opina de su padre. Él responde: “mi padre tiene 40 años, y no ha entendido nada del mundo”. No lo dice con desprecio, sino con dolor. Lo que se ha roto, en esa frase, es el hilo invisible de la autoridad generacional. Y, con él, una forma de construir la confianza. Ese suceso no es anecdótico. Es sintomático de algo que se ha ido intensificando: el vaciamiento del espacio común donde las generaciones se reconocían.

Hoy, en pleno siglo XXI, seguimos arrastrando esa fractura, aunque disfrazada de cordialidad. El joven habla de lo viejo como un mundo caduco; el mayor se defiende en su dignidad diciendo “estos chicos ya no escuchan”. Pero la verdad es que todos estamos, en el fondo, deseando lo mismo: ser escuchados y comprendidos. Lo que nos falta no es lenguaje. Es tiempo, presencia y voluntad de conversar sin urgencia.

Para Carlos Galli (El ocaso del deber. Ética, política y derecho más allá de la modernidad, Katz Editores, 2015) una de las causas profundas de la desorientación contemporánea es la desaparición del horizonte generacional como estructura de sentido político y ético. Ya no existe un “nosotros” histórico que incluya a los de antes y a los de después. Solo hay un presente hipertrofiado, que se basta a sí mismo y que ha hecho de la juventud no una etapa, sino un mandato eterno. En ese marco, la vejez no tiene lugar y la infancia es solo un consumidor en potencia.

“La fundación Foro de Foros, entre otras iniciativas, ha recordado en los últimos años que el verdadero reto no es “dar voz” a cada grupo, sino reconstruir un espacio donde las voces puedan cruzarse con sentido”.

Sin embargo, cuando uno se sienta a conversar, de verdad, con alguien de otra generación, ocurre algo que no se puede predecir ni sistematizar. Algo tan poderoso como ver el mundo desde un balcón nuevo. Hemos visto a adolescentes explicar con pasión a sus abuelos cómo usar Spotify, y a estos devolverles un relato sobre lo que fue vivir con miedo a opinar en público durante décadas. También a estudiantes emocionarse al descubrir que sus mayores no son solo testigos del pasado, sino cronistas de una ética distinta, no necesariamente mejor, pero sí valiosa. O personas mayores, antes replegadas sobre sí mismas, florecer al sentirse útiles otra vez.

Ese tipo de escena, aunque aparentemente sencilla, encierra una potencialidad política. Porque una sociedad que se escucha entre edades no únicamente es más empática, es también más lúcida. La lucidez no viene del saber académico, sino de la pluralidad de perspectivas. Y la generación es, entre todas las diversidades, una de las más descuidadas.

La fundación Foro de Foros, entre otras iniciativas, ha recordado en los últimos años que el verdadero reto no es “dar voz” a cada grupo, sino reconstruir un espacio donde las voces puedan cruzarse con sentido. No basta con juntar jóvenes y mayores en un evento para cumplir con una cuota simbólica. Hace falta crear condiciones reales de igualdad conversacional. Lugares donde no importe el currículum, sino la vivencia. Donde las preguntas valgan tanto como las respuestas. Donde el tiempo no sea solo una métrica, sino una dimensión ética.

La filósofa Hannah Arendt escribió que “cada generación es, en cierto modo, una invasión de bárbaros a un mundo antiguo” (Entre el pasado y el futuro, Península, 1996). No lo decía como crítica, sino como constatación antropológica: el mundo está siempre en proceso de ser heredado por quienes no lo comprenden del todo. Y por eso mismo, urge hablar. Urge contarlo. Urge negociar qué conservar, qué transformar y qué dejar atrás. El diálogo intergeneracional no es un adorno de convivencia. Es una necesidad política profunda: la de decidir juntos qué hacemos con la herencia recibida y con la deuda contraída.

Es legítimo preguntarse si todavía es posible. La respuesta, creemos, es positiva, pero no automática. Hay que reaprender a estar, a escuchar, a mirar sin desprecio al que aún no sabe y sin condescendencia al que ya lo ha visto todo. Y, sobre todo, hay que hacer espacio: en las aulas, en los medios, en la ciudad. Espacio para la conversación demorada, la anécdota inesperada y la emoción de descubrir que, aunque creíamos no tener nada en común, algo en el otro nos está esperando.

Esta alquimia no ocurre por casualidad ni por voluntad institucional. Requiere voluntad sincera, espacios concretos y una ética de la presencia. Experiencias como las impulsadas por programas como Give&Take nos muestran que el diálogo intergeneracional, cuando se da en condiciones de igualdad y curiosidad mutua, no solo conecta trayectorias vitales, sino que redefine lo común. En un mundo que premia lo nuevo y olvida lo vivido, escucharse entre edades puede ser la forma más inesperada de cambiar el rumbo.

Quizás, al final, el gran acto de resistencia del siglo XXI no sea solo la sostenibilidad ecológica o la igualdad de derechos, sino, también, el mantenimiento del vínculo intergeneracional como forma de justicia y de comunidad. Porque nadie habita el presente en solitario. Todos somos, lo queramos o no, portadores de memoria y emisarios de futuro.

Lo que el silencio entre generaciones nos está gritando no es que no nos entendamos. Es que aún no nos hemos dado tiempo para entendernos. Y ese tiempo, si nos lo regalamos, puede devolvernos algo tan simple y tan esencial como el sentido de pertenencia a una historia más grande que nosotros mismos.

Javier Martín Fernández

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