La desinformación florece en tiempos de incertidumbre y división. Con la mezcla de datos veraces y sutiles mentiras, nos enfrenta y manipula.
“Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”, reza el tópico, atribuido en primera instancia a Joseph Goebbels. El tópico en esta ocasión es cierto, tal como se encargó de demostrar vilmente el responsable de la propaganda nazi. Hay numerosos estudios psicológicos que validan el mecanismo mental que convierte una mentira o una inexactitud en una verdad interiorizada, pues tal como apunta el psicólogo cognitivo Daniel Kahneman, “la familiaridad no se distingue fácilmente de la verdad”.
La desinformación afecta a todos los espacios sociales: lo vemos en la percepción sobre las vacunas, en la transparencia del sistema electoral y en las bases mismas de la convivencia. El resultado es la erosión de la democracia, que se desgasta, como una roca golpeada incesantemente por las olas de un mar furioso, reduciendo su tamaño a cada nueva embestida, con el riesgo de diluirse y desaparecer. Lo vemos particularmente en los países regidos por democracias iliberales, cada vez más numerosos.
El concepto desinformación tiene su origen en la rusa dezinformatsiya, término acuñado en la Unión Soviética que describe la táctica reina de información en tiempos de guerra. Moscú supo ver su potencial como arma contra las sociedades democráticas, “contra el orden epistémico liberal”, en palabras del especialista Thomas Rid, autor de la obra cumbre sobre el tema: ‘Desinformación y guerra política’ (Crítica, 2021). La desinformación soviética, pues, erosionaba los fundamentos de la democracia minando la confianza de sus ciudadanos sobre qué es un hecho y qué no lo es.
Lo brillante de la aproximación rusa es que perfeccionó una táctica de guerra empleada a lo largo de la historia de forma más o menos rudimentaria. La Unión Soviética descubrió que el formato más efectivo de desinformación es aquel que contiene un alto porcentaje de verdad. Un pequeño párrafo insertado en un documento genuino puede ser mucho más potente que una gran mentira bien argumentada. Los años de la guerra fría están cargados de ejemplos, a uno y otro lado del telón de acero.
“Merece una reflexión cómo de fácil es manipular a los periodistas en esta era de la posverdad”, advierte Rid, quien recuerda que hay dos tipos de verdad: una basada en los hechos y otra basada en la creencia. La narrativa basada en los hechos es el pilar de la democracia; la basada en la creencia, en lo emocional, en lo partidario, puede ser su ruina.
La guerra sobre la información puede hacer que los ciudadanos se vuelvan tan escépticos y cínicos que dejen de confiar en las instituciones, concluyendo que todas las noticias son falsas o manipuladas, y que más vale creer en la intuición personal, sustentada muchas veces en creencias obtusas y excluyentes. Desinformación también es esa mesa familiar en la que un comensal lanza un argumento vehemente pero falaz, sin saber la mayor de las veces que está propagando una mentira o una media verdad. Así, todos somos cómplices y todos somos víctimas.
En ‘La era de la desinformación. Cómo se propagan las falsas creencias’ (Yale University Press, no traducido al español) los filósofos y matemáticos Cailin O’Connor y James Owen Weatherall desgranan un camino preocupante pero totalmente estudiado por la psicología. Comenzando por el sesgo de confirmación, la idea por la cual siempre buscamos información que confirme nuestras creencias, lo que nos reconforta, tranquiliza y, también, nos adentra aún más en nuestra burbuja. Es una especie de acto reflejo: nuestra mente está configurada para rechazar una nueva realidad cuando contradicen las creencias establecidas.
O’Connor y Owen argumentan que los medios de comunicación amplifican la desinformación en mayor proporción a la que la combaten. Una de las premisas del periodismo en sociedades abiertas es consultar y dar voz a todas las partes, incluso si alguna de estas emplea argumentos inexactos o falaces. Esta práctica es una trampa, según los autores, pues tratar por igual a las dos partes de una confrontación cuando se sabe que una se sustenta en falsedades, lo único que consigue es hacerle el juego a la desinformación. Y tal como apunta Rid en su ensayo, Moscú aprovechó esos resquicios para lanzar sus campañas. Luego, por supuesto, estas técnicas han sido utilizadas por gobiernos de toda índole, los democráticos y, sin mesura ni control, los autocráticos.
Una de las razones que explican el estallido de desinformación en la sociedad global actual es lo sencillo y barato que se ha vuelto explotarla. En la era pre-internet, una campaña efectiva de desinformación requería de una ingente cantidad de recursos y mucho tiempo para que calase en el público objetivo. Había que imprimir miles de periódicos, había que distribuirlos, había que sobornar o tener a sueldo a importantes periodistas televisivos, y todo a cientos, cuando no miles, de kilómetros de distancia. Hoy, en la era de internet, millones de bots programados por informáticos jóvenes y mal pagados lanzan campañas masivas de ‘fake news’ y argumentos torticeros las 24 horas del día.
La desinformación florece en tiempos de incertidumbre y división como los que vivimos. Pero la desinformación no es culpable de todos nuestros males; somos nosotros, con nuestra cerrazón y nuestros prejuicios, quienes le abrimos la puerta. Nosotros creamos las divisiones, y la desinformación, como un parásito, simplemente la ensancha.