¿Viajas o coleccionas selfies?

¿Viajas o coleccionas selfies?

¿Viajas a coleccionas selfies?

Durante una buena parte de mi vida me he visto obligado a viajar, fundamentalmente por razones de trabajo, aunque no niego que siempre que el lugar o la compañía merecían la pena, intentaba combinarlo con una lección de vida, que eso y no otra cosa es el viaje. Pero también he viajado por curiosidad y placer. Viajar es un verbo que se identifica con el movimiento. Hacia otro lugar, otros paisajes, otras personas, otros ambientes, otras situaciones. O sea, la busca de la alteridad, que no es sino la búsqueda de nuestro complemento, de nuestra propia identidad.

El viaje ha sido una constante en la larga trayectoria de los seres humanos, y el viajero ha recibido denominaciones distintas según el carácter de su camino: trashumante, peregrino, explorador, emigrante, exiliado…, pero los primeros homínidos se desplazaban por una razón tan básica como la búsqueda de hábitat y alimentos para la supervivencia en un acto tan instintivo como la reproducción de la especie. El establecimiento de núcleos de población sedentarios es posterior en el tiempo y obedece a causas diversas, pero esa actitud inicial de los cazadores-recolectores permite especular sobre si nuestra naturaleza básica es nómada o sedentaria. Bruce Chatwin sostenía que la profunda insatisfacción del hombre contemporáneo proviene de un sedentarismo no deseado que reprime el instinto de migrar con las es­taciones.

Y esta circunstancia se vincula irremediablemente con el relato, asociado históricamente al viaje. Primero en la narración oral, después en la literatura, ya sea en forma de crónica, de ficción, o de recurso simbólico; y de ahí a su traslación audiovisual, el cine. Así ha sido desde Homero y Dante hasta los grandes exploradores británicos del romanticismo, pasando por la Biblia, Teresa de Jesús o Joseph Conrad, como si el viaje fuera el pretexto para contarlo. Diríase que el viaje y su relato van unidos como si fueran formas complementarias de cambiar de lugar o de tiempo a través de la incursión en lo desconocido por ajeno.

Tal vez sea muchas veces ese relato referencial, literario o audiovisual, el detonante para la activación de tantos sedentarios o viajeros imaginarios que encuentran la motivación para embarcarse a la búsqueda del otro yo. No es casual que los viajeros frecuentes, no siempre los turistas, acumulen mayor capacidad de aceptación de la diversidad en sus distintas manifestaciones, desde la cultural a la gastronómica, o como se dice popularmente, el viaje da mundo.

Y a todos nos alcanzan las ganas de contarlo. Tan es así, que casi nadie después de su regreso resiste la tentación de narrar a amigos y parientes detalles de las anécdotas, lugares y circunstancias vividas en ese paréntesis lejano, en una mezcla extraña que busca compartirlo, con una suerte de exhibición diferencial incitadora de la envidia de los receptores de la sesión de videos y fotografías, tan frecuentes después de los periodos vacacionales.

El camino depara satisfacciones y posibles desilusiones y cualquier viajero avezado esta prevenido porque sabe que los contratiempos imprevistos forman parte de la esencia del viaje, que siempre se encuentra sujeto al riesgo existencial de lo desconocido, un enigma del cual ignoramos tantas cosas y que tal vez por eso nos interpela y nos atrapa. Y por eso, la frecuencia de los viajes influye en la naturaleza de la experiencia; algunos hacen el viaje como parte de una obligación o tarea; otros viajeros ocasionales, o en su modalidad más consumista, los turistas, buscan la ruptura de lo cotidiano, bien con el puro descanso o a través de impactos emocionales, ridículos cuando no infantiloides.

En este sentido habría que valorar a ese sucedáneo del viaje, el turismo. En la antigua Roma, la palabra feriae, que con escasas variaciones se conserva en casi todas las lenguas europeas,  se usaba para una licencia temporal tras haber servido al imperio en tareas militares o administrativas. La razón de ser de ese permiso, más allá del descanso, era facilitar el regreso de los ciudadanos a sus lugares de origen. Tal vez sea ese el comienzo del viaje de vacaciones y su consecuencia, el turismo, que no es sino una manifestación de la sociedad de consumo que intenta despojar al viaje de riesgos e incertidumbres para ofrecer al turista una escueta recompensa emocional en forma de recuerdos y prestigio social  por el trabajo de todo un año en el que el cambio de lugar, y a veces de compañía, permiten al sujeto jugar a ser alguien distinto, convirtiendo el viaje en un elemento curricular, tópico obligado de las conversaciones, un acto de imagen social cuya destilación alcanza lo delirante en las publicaciones en redes sociales.

En no pocas ocasiones el viaje es terapéutico y actúa como un remedio, como si la distancia de lo cotidiano...

En esta modalidad de viaje serial y empaquetado, la masificación obstaculiza la experiencia personal, algo ardua en medio de muchedumbres sudorosas y apresuradas que corretean a la caza de souvenirs y selfies en entornos histórico –culturales o parajes naturales que han sido convertidos en parques temáticos, espacios hipercontrolados con referentes globalizados en forma de marcas comerciales ubicuas, que las hordas con agendas temporales milimétricas que prefieren la foto a la experiencia, van arrasando a su paso. El riesgo y la incertidumbre que entrañaba el viaje hace apenas unas décadas es la antítesis de esta concepción del asueto vacacional que previsiblemente será gamificado más pronto que tarde a través de actos exhibicionistas como viajes espaciales o de experiencias virtuales en el metaverso servidas asépticamente a domicilio eliminando el engorro de interaccionar con los otros.

También cabe la posibilidad de concebir el viaje previsto preñado de expectativas, con una agenda repleta y cierta ansiedad por no cubrir un inexistente mapa de lugares y experiencias anticipadas en catálogos, guías o narraciones. En muchas de estas ocasiones, la defraudación de las ilusiones es consecuencia de una trampa consumista que nos presiona para convertir el viaje en una colección de lugares visitados, convirtiendo en caricaturescas competiciones deportivas algunos circuitos simplemente para poder exhibir en el pasaporte o en el historial personal la lista de trofeos. El triunfo de la clase es el número de veces que se puede asegurar y probar con las fotos almacenadas, con rotundidad y visible satisfacción: “Yo he estado allí”

Este comportamiento es justo lo contrario de la intención con la que afrontaban el viaje los románticos en su búsqueda por lo exótico, no solamente como una opción estética, sino como una visión alternativa, la ampliación de la perspectiva, el entrenamiento de la mirada hacia lo diferente, una pulsión imperiosa por conocer a otros y por deambular, incluso perderse, sin subordinar la importancia del destino al valor de las etapas intermedias. Esa capacidad catártica del viaje que hace distinto al que regresa del que se fue y que solo es posible si el viajero integra adecuadamente en su ánimo la percepción y la interpretación, suceso improbable en el despropósito turístico, cuya futilidad queda de manifiesto al oponerlo al viaje por extrema necesidad.

El turista cambia de lugar pasando por vías aseguradas y confortables de regreso garantizado frente a la hostilidad que encuentran quienes viajan por desesperación, que en no pocos casos nunca regresarán a su origen porque las condiciones que les impulsaron a emigrar o a exiliarse no cambiarán y deberán aprender a vivir en un entorno extraño, en el que los otros, su hábitat de acogida, podrán ser o no amigables, pero nunca serán percibidos como propios.

Algo debe decirse de un hermano menor del viaje, el paseo, esa actividad tan sencilla como infravalorada, y en absoluto independiente de los hábitos del buen viajero. El paseante no va a ningún lugar. Su deambular sin propósito es lo que le permite descubrir novedades en aquellos parajes tantas veces recorridos o imágenes fugaces que solo se le ofrecen por haber tenido la fortuna de coincidir con ellas en tiempo y lugar. El saludable paseo a pie, planificado o improvisado, impone un ritmo que permite no solo la apreciación del entorno reparando en alteraciones o detalles pasados por alto, sino el refresco de nuestros recuerdos, reales o implantados, o la evocación de tiempos y lugares que vienen a la mente por analogía con lo observado en el momento. Este tránsito austero, sin apenas impedimenta ni víveres, se convierte indistintamente en aislante de distracciones que favorece la reflexión o en bálsamo de la melancolía. Pero también es reconfortante hacerlo en compañía amena y de charla interesante.

En no pocas ocasiones el viaje es terapéutico y actúa como un remedio, como si la distancia de lo cotidiano tuviera una capacidad disolvente para nuestras tribulaciones y el cambio de lugar aliviara nuestro cuerpo y espíritu inyectándonos una suerte de energía creadora. Así sucede con el viaje ritual o espiritual. Según la mitología de los aborígenes australianos, los dioses crearon el mundo caminando. Esta leyenda puede provocar la sonrisa, pero lo cierto es que la mayor parte de las religiones tienen rituales como procesiones o desfiles y son frecuentes los viajes en los libros sagrados de las distintas confesiones o los itinerarios purificadores a destinos sagrados en cada iconografía, ya sea La Meca, Benarés o Santiago. Esta identificación del viaje con lo espiritual se prorroga durante siglos y con ella aparecen las peregrinaciones, caminos reales en busca de un destino supuestamente sanador que pronto se subliman en viajes introspectivos, como si el viaje tuviera propiedades medicinales o redentoras, que acaso sean la misma cosa.

Esta orientación del viaje se extiende a lo simbólico y ya en el tiempo ancestral de los cazadores-recolectores aparecen manifestaciones graficas en los monumentos funerarios, abarrotados de restos y elementos que supuestamente deberían acompañar al difunto a un destino no terrenal, signos que con variaciones se replican en casi todas las culturas desde hace siglos identificando la muerte con el paso de un lugar, el de los vivos, a otro, el de los difuntos, en un viaje solo de ida, inspiración del mismísimo Dante. Aquí cabria recordar que la etimología de la palabra viaje es la latina viaticum (contigo en la vía), tan parecida a la castellana viatico, palabra de doble sentido en el castellano actual.

Y que otra cosa y no un viaje son la emancipación y la conquista del estado adulto independiente de padres y tutores. Siempre el camino como referencia recurrente y metáfora de un recorrido interior, a veces simultáneo con el acto físico, a veces desde el reposo y la quietud, en una búsqueda de respuestas intimas a preguntas auto formuladas. Una huida para descubrir a veces que el destino de llegada es, con apenas unos matices, una réplica del punto de salida, porque la realidad que nos aqueja viaja con nosotros pegada a nuestra piel, porque viajamos llevándonos siempre a cuestas y esta exploración no entraña menos riesgos que la del cambio de paisaje.  Xavier de Maistre, a fínales del siglo XVIII, recogió su experiencia de reclusión en Viaje alrededor de mi habitación, un relato que invita a reparar en lo cercano, ilustrando cómo es posible el tránsito sin el cambio de lugar, la estéril búsqueda de algo lejano que o no existe o está en nuestro entorno cotidiano.

Y mientras me viene a la cabeza Modugno cantando Volare, pienso que la parte final del viaje es el regreso, volver a Ítaca, volver a casa. Pero de eso, hablaremos otro día.

Andrés Armas

Andrés Armas se licenció en Cínicas Físicas en el siglo pasado, pero pronto cambió la bata por la corbata y ha desarrollado una larga carrera profesional como consultor y directivo en distintos sectores, no estropeando demasiadas cosas.

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