Una buena alimentación no solo es clave para gozar de una buena salud, también es importante para el buen funcionamiento de nuestro cerebro
Una buena comida influye positivamente en el estado de ánimo. Parte de ese placer es inmediato. Nos gusta comer bien, y eso tiene una razón puramente biológica: nuestro cerebro nos premia por ingerir los nutrientes que necesita para su buen funcionamiento. Los azúcares son posiblemente los más evidentes, pues nos provocan una descarga de endorfinas. Pero hay mucho más. Las proteínas animales nos brindan aminoácidos y casi todos disfrutamos de un buen filete de carne o pescado; las coles contienen ácido fólico, los frutos del bosque nos brindan vitamina C, que entre otras cosas previene la depresión. Y así una larga lista. El cerebro es el órgano más complejo y el que consume más energía, por lo que tiene sus propias necesidades nutricionales. Por eso, con el aumento de los trastornos mentales, cada vez son más los científicos que investigan cómo afectan a la mente los alimentos y los suplementos nutricionales.
Un cerebro humano adulto, que representa aproximadamente el 2% de la masa corporal, utiliza el 20% de su energía metabólica. Se necesitan muchas vitaminas y minerales para mantenerlo en funcionamiento. Igual que existen índices de referencia para la ingesta diaria de calorías y una pirámide alimentaria en relación al conjunto de nuestro cuerpo, no existen tales índices para el cerebro. Sin embargo, la literatura científica es cada vez más extensa y clara al respecto: se ha demostrado que la falta de vitamina B12 causa depresión y mala memoria y está asociada a la manía y la psicosis. Los niveles bajos de vitamina D se asocian a un mayor riesgo de demencia e ictus, y están implicados en trastornos del neurodesarrollo. Un reciente estudio encontró que altas dosis de vitamina B6 reducen la ansiedad.
El avance en los estudios también ha provocado un estallido comercial de suplementos alimenticios. Vitaminas y minerales son vendidos en pastillas, sobres y tabletas, la mayoría de veces sin regulación farmacéutica y con un nulo conocimiento de sus efectos por nuestra parte. Nos los venden como el elixir de la eterna juventud, como preventores del deterioro cognitivo o escudo de ciertas enfermedades, sin advertirnos de que la sobreingesta de algunos de estos nutrientes es perjudicial, o que las dosis elevadas de un nutriente pueden interferir en la absorción de otros. ¿Cuánta gente acude a su médico de cabecera para cerciorarse de que los suplementos alimenticios que está tomando son realmente necesarios? Una estimación cifraba el mercado mundial en 152.000 millones de dólares en 2021, con un crecimiento anual previsto del 9% hasta 2030, sin que exista en muchos países una regulación adecuada de esa industria.
En los últimos años se ha descubierto la importancia de los microorganismos del intestino como intermediarios entre lo que entra por la boca y lo que ocurre en el cerebro. Cada vez hay más pruebas de que existe un vínculo entre intestino y cerebro, en lo que se denomina el psicobioma (parte del microbioma). Los investigadores saben ahora que los microbios forman un complejo ecosistema en el intestino. Estos microbios necesitan micronutrientes. Una dieta carente de ellos, como la que consumen cada vez más personas en los países desarrollados, puede desequilibrar el microbioma intestinal y afectar a nuestro buen funcionamiento cerebral. Estos resultados han dado lugar a la noción de “psicobióticos”: bacterias que, cuando se ingieren, pueden tener efectos similares a los antidepresivos o los ansiolíticos.
«Así, somos nosotros quienes decidimos qué tipo de seres vivos somos, pues elegir qué comemos y en qué cantidades es un proceso voluntario de los seres humanos, a diferencia de otros como la respiración»
Todo esto hace que el concepto que nos define como seres humanos dé un pequeño vuelco, pues se estima que los microorganismos que albergamos en nuestro cuerpo constituyen aproximadamente la mitad de nuestras células. Así, somos nosotros quienes decidimos qué tipo de seres vivos somos, pues elegir qué comemos y en qué cantidades es un proceso voluntario de los seres humanos, a diferencia de otros como la respiración. La famosa expresión «somos lo que comemos», acuñada por el filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach en su tratado Enseñanza de la alimentación de mediados del siglo XIX, se prueba hoy como certera. «Si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle mejores alimentos. El hombre es lo que come», escribió Feuerbach, quien no podía imaginar aún que su alegato filosófico tenía una lectura igual de certera en el campo nutricional.
El asunto genera tanto interés que ha llegado incluso a las pantallas de televisión. Un reciente documental de Netflix titulado Somos lo que comemos toma como muestra a distintas parejas de gemelos y les hace cambiar sus dietas y estilos de vida durante ocho semanas a modo de experimento científico para analizar el impacto de lo que comemos en nuestras vidas. Los resultados son evidentes: aquellos que consumen mayor porcentaje de vegetales y menos comida basura presentan mejores indicadores de salud, si bien expertos de distintas áreas han criticado efusivamente la pretendida validez científica del documental.
En cualquier caso, los avances científicos nos muestran que la salud de nuestro cerebro está íntimamente relacionada con nuestra alimentación. Y aquí viene un buena noticia que a nadie le resultará sorprendente: la dieta mediterránea es especialmente buena para el cerebro. Al ser rica en verduras, fruta, legumbres y cereales integrales y baja en carnes rojas y grasas saturadas, reduce las probabilidades de sufrir accidentes cerebrovasculares, deterioro cognitivo y depresión. Un motivo más para no olvidar nuestras raíces alimentarias
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