
Ricardo Kleinlein
Abril 1, 2025
Sobre las paradojas (I)
¿Y si las matemáticas, por más perfectas que parezcan, estuvieran condenadas a ser incompletas? De Hume a Gödel, esta es la historia de las paradojas que marcan el rumbo de la lógica, y con ello imponen límites al desarrollo de la Inteligencia Artificial.
La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza […]. Tenemos por tanto que reclamar, en el nombre de tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia.
La Sociedad Abierta y Sus Enemigos (1945)
Karl Popper (1902 — 1994) enuncia de esta manera la famosa paradoja que lleva su nombre, y que en los últimos años tan alegremente se cita como “no debemos tolerar al intolerante”. No tuve el placer de conocer a Popper en persona, pero puedo asegurarles con bastante confianza que una simplificación así de sus palabras le sacaría de quicio, considerando los cientos de páginas que dedica a abonar el terreno para que el lector entendiera lo que quiso decir. Así formulada, la paradoja pierde su sentido original, y no se diferencia mucho de la autorreferencial “esta frase es falsa”. En efecto, si consideramos que la frase es falsa, entonces resulta verdadera, y si la tomamos como verdadera, se desmiente a sí misma. No hay escapatoria. De modo similar, si nos limitamos a enunciar la paradoja de Popper como «no debemos tolerar al intolerante», acabamos encerrados en un dilema. Si alguien plenamente tolerante debe, por definición, tolerar también al intolerante, acabará anulando su propia condición de tolerante o propiciando su destrucción. Pero si, por el contrario, decidimos no tolerar al intolerante, ¿no estaríamos incurriendo también en una forma de intolerancia? Y aunque ahora tengamos que viajar al siglo XVIII para empezar a entenderlo, pronto veremos la relación entre la Inteligencia Artificial y este tipo de problemas lógicos.
¿Saldrá el sol mañana?
No necesariamente. Al menos, eso sostenía David Hume (1711–1776). Nacido en Edimburgo en el seno de la pequeña nobleza escocesa, perdió a su padre siendo niño y fue su madre, Katherine Falconer —piadosa e instruida— quien impulsó su formación temprana. A los 12 años (edad habitual en Escocia) ingresó en la Universidad de Edimburgo, donde estudió lógica, metafísica, lenguas clásicas, ética y derecho. Sin embargo, consideraba estas enseñanzas rígidas y dogmáticas.
Hume fue el primero en formular con claridad el problema de la inducción, aunque sin darle nombre. ¿Qué justifica suponer que el futuro se parecerá al pasado? ¿Por qué creer que mañana saldrá el sol solo porque siempre lo ha hecho? ¿De dónde surge la supuesta conexión entre lo que fue y lo que será? Antes de él, Aristóteles y la escolástica daban por sentado que la experiencia nos conducía naturalmente a reglas generales mediante la inducción (epagōgē). Nadie había cuestionado de raíz su justificación lógica.
En el Tratado de la naturaleza humana (1739) y en las Investigaciones sobre el entendimiento humano (1748), Hume distingue dos tipos de razonamiento: (1) demostrativo, propio de las matemáticas y la lógica, que no nos dice nada sobre el mundo sino sobre relaciones de ideas, y (2) fáctico, basado en la experiencia. Sabemos que el fuego quema o que el pan alimenta porque lo hemos visto repetirse, pero estas conexiones no son evidentes por sí mismas. Al esperar que mañana ocurra lo mismo que ayer, damos un salto: asumimos que la naturaleza es uniforme, que el futuro se parecerá al pasado. Sin embargo, este principio no es demostrativo —no es lógico— ni empírico —nunca hemos observado el futuro—.
Esa es la raíz del problema: no hay justificación racional para confiar en la inducción. Y, sin embargo, los seres humanos no podemos prescindir de ella. Hume, resignado, concluyó que no había solución.
¿Un barbero que no puede afeitarse a sí mismo?
Por si acaso al lector le ha pasado inadvertido, conviene subrayarlo: del problema planteado por Hume se deduce que las matemáticas no serían suficientes para describir el mundo que nos rodea. Esta inquietud se volvió aún más acuciante tras la introducción de la teoría de conjuntos por George Cantor (1845–1918). En ella, todo objeto o magnitud puede considerarse miembro de un conjunto: tenemos así el conjunto de los números enteros, el de los números negativos, el de los irracionales, el de todos los peces del mar, el de todas las personas pelirrojas y así sucesivamente. Sin embargo, Cantor era consciente de que su teoría escondía un punto débil. Y dicho talón de Aquiles, créanme, iba a pasar factura.
Considérese una paradoja bastante conocida que reza del siguiente modo: en un pueblo hay un único barbero, cuya regla es sencilla, pues dicho barbero afeita a todos y solo a quienes no se afeitan a sí mismos. Surge entonces la pregunta: ¿quién afeita al barbero? Si se afeita a sí mismo, no debería hacerlo; si no se afeita, entonces debería afeitarse. La contradicción es inevitable. Esta paradoja, popularizada como la paradoja del barbero o paradoja de Russell, revela un dilema aún más profundo: ¿puede existir el conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos? Si pertenece a sí mismo, se contradice; si no pertenece, también.
Así, al inicio del siglo XX, las matemáticas —que habían dado origen a inventos como la máquina de vapor, la arquitectura moderna, la explotación de combustibles fósiles o la industria armamentística, pilares de la hegemonía europea— parecían estar al borde del colapso. Era urgente demostrar, desde dentro, que constituían un sistema completo y coherente, capaz de sostenerse a sí mismo y de ofrecer un conocimiento fiable y objetivo. De lo contrario, el futuro amenazaba con sumirse en la oscuridad.
Aquiles también cayó
Wir müssen wissen — wir werden wissen! (“Debemos saber, ¡y sabremos!”) es una célebre frase escrita por David Hilbert (1862–1943), matemático y filósofo alemán que dedicó gran parte de su obra a reducir toda la matemática a un sistema formal. Esto significaba construirla sobre: (1) Un conjunto finito de axiomas, o ladrillos fundamentales; (2) Reglas de deducción rigurosas que pudieran operar sobre dichos axiomas para construir enunciados más complejos; (3) Un lenguaje simbólico libre de ambigüedades con el que expresar de una manera inequívoca las operaciones llevadas a cabo y las relaciones entre elementos.
Así, las matemáticas no dependerían de intuiciones ni razonamientos informales, sino de símbolos manipulados de manera puramente mecánica. Hilbert aspiraba a desterrar la sospecha de que las matemáticas pudieran ser incompletas o inseguras. En esta misma línea, Bertrand Russell (1872–1970) y Alfred North Whitehead (1861–1947) emprendieron, con su monumental Principia Mathematica (1910–1913), el esfuerzo de formalizar la lógica y la aritmética. Su sueño era triple: que el sistema fuera completo (todas las verdades pudieran demostrarse), consistente (sin contradicciones) y decidible (que siempre pudiera determinarse si una afirmación era verdadera o falsa). Con muchos artificios e ingenio, por un tiempo pareció que habían triunfado en su empresa.
Sin embargo, en 1931, un joven austríaco, Kurt Gödel (1906–1978), publicó su famoso artículo Über formal unentscheidbare Sätze der Principia Mathematica und verwandter Systeme (“Sobre proposiciones formalmente indecidibles de los Principia Mathematica y sistemas relacionados”), que cambiaría la historia para siempre. El teorema de incompletitud que contenía en su interior fue un golpe devastador: demostraba cómo cualquier sistema formal suficientemente potente para incluir la aritmética no puede ser, a la vez, completo y consistente. O bien habrá verdades que no pueden demostrarse (incompletitud), o bien el sistema contendrá contradicciones (inconsistencia). Dicho de otro modo: Gödel halló proposiciones que, siendo verdaderas, no podían demostrarse dentro de sistemas como el Principia Mathematica. La flecha de Paris volvía a encontrar su destino.
No era una limitación técnica, sino un límite intrínseco: cualquier sistema formal suficientemente expresivo está condenado a ser incompleto si es consistente. Paradojas mediante, la situación es esta: “Esta proposición no es demostrable dentro de este sistema”. Si el sistema lograra demostrarla, sería falsa; si no puede demostrarla y, sin embargo, es cierta, el sistema es incompleto. Para Russell y Whitehead, el resultado fue demoledor. Su sueño —y el de toda una generación de lógicos— de fundamentar las matemáticas sobre bases completas y seguras resultó inalcanzable. Ningún sistema, por pulcro y sofisticado que sea, podrá evitar estas paradojas. Así, Gödel no sólo demolió los Principia Mathematica, sino todo el proyecto fundacional de la lógica formal. Su teorema selló el destino de la búsqueda de fundamentos absolutos y mostró que las matemáticas, al menos en este sentido, quedarían incompletas para siempre. En algún momento, existen axiomas que tenemos que aceptar como verdaderos, sin que podamos nunca demostrarlos. En el fondo, Hume tenía razón. Hay cosas que simplemente tenemos que asumir que sucederán.
Las consecuencias serán profundas, también para el sueño de construir inteligencias artificiales, como veremos. Pero detengámonos aquí por un momento: no hemos hecho más que asomarnos a la madriguera, y necesitaremos recobrar el aliento antes de continuar nuestro camino.
Ricardo Kleinlein
Post-Doctoral Research Fellow. Brigham & Women’s Hospital, Harvard Medical School. Amigo Foro de Foros

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