Qué hace que un movimiento sobreviva en el tiempo? Que traduzca preocupaciones profundas, estructurales. Que lo compre una mayoría social. Y que no acabe quemándose. Tres ejemplos de la última década, con resultados muy distintos:
Julio de 2011. En el sofocante verano neoyorkino, Adbusters, una organización anticapitalista canadiense, hace un llamamiento ciudadano para ocupar pacíficamente Wall Street y protestar por el rescate gubernamental a los bancos tras la crisis, “la avaricia corporativa y la desigualdad social”. Se les suma el grupo Anonymous y poco a poco van ganando tracción, aconsejados por activistas internacionales, entre ellos miembros del 15M español.
Manejan las redes e insisten en que no pretenden ir contra el sistema, sino combatir los abusos de las élites político-financieras, en la estela de la crisis económica de 2008. Su lema “Somos el 99%” (en contraposición al 1% más rico) resuena en el Bajo Manhattan. Se instalan en el parque Zuccotti con sus tiendas de campaña y durante semanas conviven anarquistas, ciudadanos apolíticos indignados, socialistas, sin líderes ni jerarquías. No logran articular una agenda, aunque consiguen hacer mucho ruido mediático y extenderse por todo Estados Unidos y a otros países como Reino Unido o Canadá.
¿Qué falló?
Aquellos autodenominados “99 percenters” estaban más interesados en lo que se generaba a partir de Occupy Wall Street (OWS) que en el propio movimiento. Lo veían como un espacio para generar debate y construir una sociedad diferente. Sin embargo, sus acciones no culminaron en ninguna formación política, como ocurrió en España con Podemos, heredero del 15M. Aunque ambos surgieron del descontento de gran parte de la población tras la crisis, especialmente los jóvenes, OWS acabó diluyéndose en demandas locales.
Morir de éxito podría ocurrirle a Me Too, el movimiento que la activista americana Tarana Burke comenzó en 2006 para que las víctimas de violencia sexual en comunidades marginadas no se sintieran solas y pudieran compartir sus vivencias. Se hizo viral en redes sociales en octubre de 2017, cuando la actriz Alyssa Milano escribió un mensaje sobre el productor Harvey Weinstein usando el hashtag #MeToo.
Desde entonces ha cambiado la manera de organizarse para muchas feministas. Ha escrutado a hombres poderosos en instituciones que nunca se habían tambaleado. Ha generado conciencia sobre la conducta inapropiada y el acoso. Pero después de dos años de actividad presenta varios flancos débiles. Como explicaba este análisis de The New York Times, “aunque miles de mujeres han exigido un cambio sistémico, no hay ímpetu en la clase dirigente para ejecutarlo y existen pocas consecuencias cuando no se logra”. También se le ha acusado de promover cazas de brujas y acusaciones públicas a individuos que no tienen posibilidad de defenderse.
Traducir problemas de fondo
En Francia, el movimiento de los Chalecos amarillos ha conseguido alterar la agenda política. En noviembre de 2018 comenzó su andadura con bloqueos de carreteras en la periferia y manifestaciones en las ciudades. Oficialmente la protesta se debía a una subida anunciada de los carburantes que nunca llegó a materializarse. Pero el pulso iba más allá: clases medias empobrecidas, frustradas, sin expectativas de mejora, que se sienten alejadas y ninguneadas por las metrópolis.
No tenían líderes ni programa consensuado. El presidente Emmanuel Macron, con índices de popularidad muy débiles, no solo abandonó la idea de recaudar más por el diésel, sino que organizó debates por todo el territorio para intentar transmitir cercanía y romper con ese mito de una élite política alejada de lo mundano.
La violencia de algunos Chalecos amarillos, al igual que la represión policial, mantuvieron durante meses al país paralizado. Poco a poco los disturbios se apagaron, pero los problemas de fondo continúan latiendo.
Los gilets jaunes son los perdedores de la globalización. Y su situación es difícilmente reversible. Las preguntas sobre el futuro de Francia (y, por extensión, de Europa y Occidente) siguen vigentes: crecimiento bajo, productividad desinflada, incertidumbre y precarización laboral, deslocalización de empresas, impacto desigual de la digitalización, envejecimiento, baja natalidad… Como decía el geógrafo Christophe Guilluy, que lleva desde hace más de una década estudiando la brecha social en Francia, el movimiento de los chalecos amarillos no es solo social, sino cultural y existencial.
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