El Óscar en 2020 a Parásitos, un thriller de Bong Joon-ho, fue para muchos de nosotros el primer contacto con la cultura surcoreana. Desde hace unas semanas, la serie El juego del calamar está arrasando en todo el mundo (ha sido subtitulada en 31 idiomas y doblada a otros 13), incluida España. Su mirada ácida sobre las diferencias sociales y su calidad hicieron que Netflix apostara por ella, pero estas son dos constantes en la producción audiovisual de Seúl. Que hoy lo apreciemos es el mejor ejemplo de la globalización: no solo Estados Unidos marca el paso.
A quienes llevan décadas siguiendo el hallyu, la cultura surcoreana, no les extraña el tirón que está teniendo esta distopía creada por Hwang Dong-hyuk que recuerda a la estadounidense Los juegos del hambre. Lo interesante es que en ella los guiños locales resuenan más allá de Asia: desigualdad, presión por tener éxito, espirales de deuda, consumismo… Como dice la experta en cultura surcoreana Tamar Herman, los que ahora se asombran de la calidad del entretenimiento coreano es porque no saben que siempre ha tenido mucho nivel.
Corea del Sur es un país pequeño, pero con una industria cultural desproporcionadamente potente. En la década de los 90 rompió su primera barrera internacional gracias a la música. Desde entonces, los vídeos de BTS, de Blackpink y de otras bandas de K-Pop acumulan cientos de millones de visionados en los cinco continentes. Hace unas semanas, por el cumpleaños del líder del grupo BTS, los llamados ‘Army’, clubes de fans de la banda, hicieron colectas para homenajearlo de distintas formas: en México compraron simbólicamente una estrella. En Nueva York recogieron fondos para alquilar una pantalla luminosa en Times Square. En Pakistán, colocaron 60 pantallas LED en los tres pisos de un centro comercial para felicitarle.
Las series o K-drama han tenido durante años una repercusión minoritaria porque se centraban en valores puramente coreanos, asentados en el confucianismo: amor platónico, valores familiares, devoción a los mayores. De ahí que cautivaran sobre todo a las audiencias de la misma tradición cultural, como China y Japón. Cada año miles de turistas entusiastas viajan a recorrer las localizaciones más populares de sus series favoritas.
La producción audiovisual ha ido apostando por otros temas que son los que por fin se están exportando, como las secuelas de la crisis de 2008, la enorme brecha entre ricos y pobres, o el vacío existencial de una sociedad hiperconectada y cada vez más sola. El contrapeso que suponen esas narrativas desde un punto de vista asiático enriquece nuestra pantalla.