La escalada bélica en Ucrania es alarmante no solo por la posibilidad de una guerra, sino porque demuestra que las viejas recetas diplomáticas ya no funcionan.
El mundo asiste preocupado a la posibilidad de una guerra en Ucrania. Lo que años atrás pareciera imposible, como es una escalada verbal y luego militar entre dos grandes potencias como Estados Unidos, apoyado por la OTAN, y Rusia, hoy es una realidad alarmante. La receta diplomática que Occidente ha empleado para evitar conflictos bélicos desde hace 50 años ha dejado de funcionar. Ese es el fracaso que hace realmente peligrosa esta escalada. Tal remedio son las llamadas ‘sanciones económicas’.
Así lo hemos visto, con una preocupación creciente, estas últimas semanas con Rusia. Al Kremlin no parece amedrentarle el bloqueo del gasoducto Nord Stream 2, que multiplicaría sus ventas de crudo a Europa, ni tampoco las amenazas de congelación de activos financieros y la suspensión de acuerdos comerciales con el fin de castigar su economía nacional en caso de una incursión militar en Ucrania. “Sus armas económicas son inútiles porque o bien seremos resilientes o encontraremos la manera de sortearlas”, le ha dicho el presidente ruso Vladimir Putin al presidente estadounidense Joe Biden.
Las sanciones económicas han sido la herramienta de paz favorita de Estados Unidos desde el fin de la guerra de Vietnam, cuando entendió que enviar soldados a un conflicto en el extranjero era lesivo para sus intereses. Las ha aplicado a innumerables países, desde Venezuela a Irán pasando por Corea del Norte. Pero el mundo de hoy ya no es el de finales del siglo XX. Por eso su empleo puede avivar ahora las ansias belicistas de una nación más que disuadirlas. O ser una herramienta de propaganda para consumo interno.
“Una nación grande con un régimen autoritario puede controlar a sus ciudadanos y movilizar todos sus activos para sortear las sanciones. En lugar de debilitar las políticas de esas naciones iliberales, las sanciones impulsarían la determinación de sus líderes de ser más independientes económicamente y rechazar la idea de un sistema globalizado. Es peligroso”, argumenta Paul Kennedy, profesor de Historia en la Universidad de Yale. Así, las sanciones reforzarían los clásicos argumentos de amenaza exterior, victimización y ultranacionalismo que caracterizan los regímenes iliberales que proliferan en todo el mundo.
Esto no es algo nuevo: la primera aplicación de sanciones económicas sobre un país díscolo fue el Tratado de Versalles, que creó el caldo de cultivo moral e ideológico del nazismo y el Tercer Reich. Ya en 1924, el economista John Maynard Keynes advirtió de que las sanciones son un arma de doble filo: “Siempre tendrán el riesgo de no ser eficaces y de que no sean fácilmente distinguibles de actos de guerra”.
El profesor Nicholas Mulder, en su sugerente ensayo ‘The Economic Weapon’, insiste en que quien realmente padece los rigores de un castigo económico no son los dirigentes de un país, sino sus habitantes. Las sanciones no tumban regímenes, pero sí empobrecen a sus poblaciones. Mulder expone el reciente ejemplo de Afganistán. Estados Unidos ha congelado activos a su gobierno por valor de 9.500 millones de dólares, y sin embargo eso no impide al régimen talibán seguir en el poder. Quien padece la asfixia financiera es su empobrecida población, que se enfrenta a graves hambrunas este invierno.
Ya en 2020, el analista Francesco Giumelli señaló en el Netherlands Annual Review of Military Studies el efecto bumerán de las sanciones, que generan “un incentivo para que los actores se embarquen en las mismas acciones que las sanciones pretenden disuadir”.
La diplomacia debe diseñar urgentemente nuevas fórmulas de disuasión para gobiernos que no respetan el derecho internacional y los derechos humanos. Las sanciones económicas ya no funcionan sobre las naciones fuertes como Rusia, y lo único que consiguen es maltratar a millones de personas en las naciones débiles. Ucrania nos indicará si hay tiempo para reformular el tablero diplomático o ya es demasiado tarde.