
¿Ha sustituido la confrontación al debate?
Decía Albert Camus, ya en 1948, que en la mayoría de lugares el diálogo estaba siendo reemplazado por la polémica. “¿Y cuál es el mecanismo de la polémica? Considerar al adversario como enemigo, simplificarlo y negarse a verlo (…) Gracias a la polémica, ya no vivimos en un mundo de hombres, sino en un mundo de siluetas”.
Medio siglo más tarde, el reto es todavía mayor. Las redes sociales han exacerbado los choques sin sustancia. Prima la falacia ad hominem: no se critican los argumentos, sino a quien los produce, sus orígenes sociales, su currículum, su raza. Se valora la inmediatez de la reacción más que la elaboración de la respuesta. Y quienes se muestran más radicales obtienen recompensa porque el algoritmo les devuelve más presencia, más tiempo de altavoz.
La semana pasada en La Granja, en el panel sobre la carrera hacia la Casa Blanca, hablamos sobre cómo el presidente estadounidense no escatima en ataques a las instituciones en Twitter, y sin embargo entre sus bases esto se interpreta como un rasgo de autenticidad. “¿Puede un líder tan divisivo ser un hiperlíder?”, se pregunta Carme Colomina en un análisis en el que explica cómo las redes ayudaron a apuntalar el personalismo de la presidencia Trump.
Tuitear se convierte a menudo en sinónimo de insultar o humillar al otro. El debate público se vuelve cada vez más violento. Ahora bien, ¿es culpa exclusiva de las redes sociales? Los investigadores Levi Boxell, Matthew Gentzkow y Jesse M. Shapiro señalan que no. En Cross-Country Trends in Affective Polarization, un trabajo académico comisionado por el National Bureau of Economic Research,
midieron las tendencias en la polarización afectiva en nueve países de la OCDE en las últimas cuatro

décadas. Estados Unidos es el país en el que el conflicto ha aumentado más, casi un 70 por ciento, desde 1978 a 2016. En el mismo periodo, en Alemania se incrementó en un 35 por ciento. Pero además de Internet, estos académicos señalan tres factores: la desigualdad de rentas, la apertura comercial y el porcentaje de inmigrantes.
“En las redes sociales y ciertos espacios mediáticos, como en el teatro antiguo, todo parece enfocado a que salgan las grandes pasiones humanas”, comentaba recientemente Pauline Escande-Gauquié, semióloga de la Universidad Sorbona de París, en France Culture. Para la intelectual francesa, la clave está en la educación. Las sociedades occidentales están perdiendo la cualidad de inculcar a los estudiantes la capacidad de argumentación. “Argumentar no es innato. Señalar una contradicción y poder construir una crítica desde el respeto son habilidades que se aprenden”, señalaba.
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