José Carlos Ruiz: “Uno de nuestros grandes errores ha sido convertir al impaciente en virtuoso”

¿Por qué nos sentimos permanentemente incompletos? 

Para José Carlos Ruiz, doctor en filosofía contemporánea y profesor en la Universidad de Córdoba, vivimos en un infierno de lo igual, algo que solo se combate con esperanza y pensamiento crítico. Charlamos sobre su último libro, Filosofía ante el desánimo: Pensamiento crítico para construir una personalidad sólida (Destino, 2021), en el que sin condescendencia analiza lo que podemos hacer para que no decidan por nosotros.

 
¿Qué le espera a la filosofía en las aulas y en una sociedad que va cada vez más rápido?

Le espera un trabajo enorme. Con la pandemia se ha puesto de moda, pero no en el plano pedagógico, sino en el mediático. Parece que o bien la filosofía empieza a entender los lenguajes contemporáneos y a adaptarse a ellos o bien vamos a acabar fuera de todos los currículos educativos. A corto y medio plazo sospecho que van a seguir empujándonos fuera del espacio pedagógico porque hay asignaturas que -a mi entender de manera errónea y cortoplacista- se consideran más pragmáticas para el mundo laboral. Aunque mi percepción a largo plazo es que la Filosofía se impondrá por necesidad.

Nunca hemos estado tan bombardeados por información, aunque gran parte de ella se haya convertido en ruido que nos aturde. ¿Por dónde empezar?

Lo más sencillo es empezar por la realidad próxima. Ese ruido viene muchas veces porque hemos dejado de cultivar el oído. Cuando uno no consigue en los procesos de atención mediática que una persona tenga la capacidad de segmentar la información o no tenga el tiempo para profundizar, para saber si hay credibilidad o si estamos ante una postverdad, perdemos los procesos de aprendizaje.

En la sociedad contemporánea la lucha tiene que ver con la entropía, con un cansancio tan agotador que hace que cuando nos acercamos a un proceso de información nos lo tengan que dar muy digerido. Pero claro, nos ponemos en mano de procesos digestivos que otros hacen por nosotros. Quizá esa micro resistencia a lo genérico o a lo ideal o a lo que viene de la virtualización sería un buen paso para empezar a formarnos un criterio. Centrarnos en la información que nos rodea, que nos interesa y que podemos controlar, con fuentes cercanas. Y luego poco a poco podemos ir subiendo, pero el proceso contrario, de lo lejano y virtual hacia lo real, me parece muy peligroso.

¿Hoy sentimos un vacío existencial mayor que hace unas décadas o simplemente hablamos más del tema?

Ninguna de las dos cosas. No creo que el vacío existencial sea mayor. No somos más metafísicos ni más pesimistas. Sí somos más conscientes de perdernos más cosas, y por eso tenemos la sensación de un mayor número de oquedades. Pero al mismo tiempo también podemos ir llenándolas con mayor facilidad. Al final parece que hay una especie de compensación que lo que hace es agotarnos.

La desafección política está en máximos, igual que la desinformación. También hay cierta confusión sobre qué es un experto o la idoneidad de los cargos públicos. ¿Cómo se puede generar confianza?

Es complicado. No solo afecta a los políticos, creo que es un tema institucional. Se ha perdido la confianza en los docentes. Los padres empiezan a cuestionar su papel y su criterio. Se ha perdido confianza en la institución universitaria… pero creo que es un proceso casi inevitable desde el momento en que se potencia el individualismo. En el momento en que un individuo piensa que toda la energía y la proyección de su vida tiene que estar en torno a él mismo y que se puede desligar de los procesos de conexión con el otro. Decía Levinas que el peor crimen que se ha cometido en la humanidad contemporánea es la desaparición del otro en nuestro ideario. A partir de ahí, cualquier institución o cualquier relación que tenga que ver con la otredad pierde categoría.

Tú hablas de que ese culto al yo, a la imagen, se puede combatir dosificando el tiempo que pasamos en redes sociales. ¿Pero qué pasa cuando desde lo laboral se nos pide que estemos en ellas y que además mostremos facetas personales para enriquecer nuestros perfiles? Eso que Byung-Chul Han llama “ser empresarios de nosotros mismos”…

Al final tiene mucho que ver con la capacidad de recuperar la jerarquía vital. Si conseguimos entender que el mundo laboral es una cosa, el mundo personal es otra y las horas de descanso, otra distinta, podemos jerarquizar la construcción de la identidad. Yo no digo que el mundo laboral no sea importante: sin lugar a dudas tiene un peso específico muy grande, pero hemos reducido la construcción de la identidad al mundo laboral y ese es un mensaje muy interesado a la hora de convertirnos en productores de nuestra propia imagen. El paria contemporáneo es aquel que trabaja sin entusiasmo. 

Ahora escribes un libro y la editorial te pide además que cuelgues cosas en redes sociales: además de escritor tienes que ser un publicista. La única manera de salir de ahí es que el enfoque de tu vida en el poco tiempo libre que tienes alcance un nivel de satisfacción o de importancia superior al nivel laboral. Hay que empezar a no demonizar a las personas que trabajan por necesidad. Porque hasta hace muy poco un alto porcentaje de la población veía el trabajo como un medio para un fin, que era la construcción de una vida. Tendríamos que resignificar nuestro día: volver a elegir las cosas a las que les damos importancia. Uno de nuestros grandes errores ha sido convertir al impaciente en virtuoso.

Aburrirse, dices en el libro, debería ser una buena señal que indicara que no tenemos preocupaciones mayores orientadas a nuestra supervivencia. Por un lado, existe una aversión total a esa capacidad de aburrirse, con lo cual impedimos el asombro, el descubrimiento, y por otro se ha creado una inercia aburridísima en las redes. No podemos aburrirnos, pero vivimos en un ecosistema aburridísimo. 

Sí, porque hemos entrado en un proceso de entretenimiento en el que buscamos encajar en los entretenimientos que existen. Y muchas veces eso no funciona porque esos entretenimientos están muy lejos de nuestra realidad. Luego está el tema de las modas y las tendencias: como son universales, se imponen, queremos estar dentro del mayor número de tendencias para formar parte de las comunidades, aunque sean virtuales, para poder tener las conversaciones constantemente actualizadas. 

Te vas exigiendo un tipo de entretenimiento que no seleccionas tú, sino que viene preseleccionado. El entretenimiento de una red social es relativamente limitado porque es muy monótono. Y a eso hay que sumarle que los algoritmos buscan entretenernos el máximo tiempo posible para que sigamos mirando la pantalla. Busca cuáles son nuestros criterios, los va a estudiar y nos va a ofrecer siempre el mismo contenido en torno a esos criterios, con lo que al final corremos el riesgo de fanatizarnos o de homogeneizar una sola visión de la vida. Es muy difícil encontrar estímulos, novedad, algo que no tenga nada que ver con nosotros.

Muchas de las cuestiones que nos atormentan emocionalmente, lo señalas en tu libro, tienen que ver con la idea que nos hemos formado de cómo debería ser la vida. Esa dictadura de la felicidad es aún más perversa en medio de la pandemia. Y al mismo tiempo es comprensible que la gente quiera apelar al optimismo…

El optimismo bien razonado es un estímulo, pero debería quedarse como tal. Por lo general, el optimista es alguien que considera que lo que tiene se puede mejorar. Lo que tiene no está mal, cree, y busca un proceso de mejora de lo que ya existe. Parte de una realidad conservadora. Por eso creo que hay que recuperar la dignidad de la esperanza frente al continuismo del optimista. Ya lo decía Eva Illouz en su ensayo Happycracia: se ha conseguido que el optimismo sea el único modelo de construcción de la identidad a nivel totalitario frente al pesimista, que hoy se ha demonizado. 

Al pesimista se le ha puesto un adjetivo muy peligroso con una connotación moral muy negativa que es tóxico. Resulta que las personas que no ven la vida de color rosa hay que alejarse de ellas porque contaminan. Parece que o eres optimista o estás en el bando equivocado de la vida y hay que alejarse de ti.

Hace unas semanas hablábamos con la escritora mexicana Fernanda Melchor sobre la cultura de la cancelación. ¿Será pasajera? ¿Hemos entrado de lleno en la batalla identitaria y no hay vuelta atrás?

Ojalá hubiese vuelta atrás, pero no lo creo. Las redes sociales tienen una tendencia a priorizar la biografía del sujeto. Y cuando empezamos a entender que la producción de alguien tiene que venir acompañada de sus fotografías, de sus vídeos, de lo que hace en su día, sin darnos cuenta estamos dando a entender que obra y vida son indisociables. También tendríamos que ver el nivel de conveniencia moral o no de esto porque si ahora tuviésemos que revisar la biografía de Shakespeare, de Cervantes o de Platón quizás encontraríamos muchos aspectos que, descontextualizados en el siglo XXI, podrían parecernos auténticas barbaridades. Ahora mismo el creador contemporáneo tiene una dificultad añadida y es que se está juzgando su obra junto a su persona. Y el que cancela además lo hace porque quiere señalarse como alguien digno. 

El cancelador tiene como objetivo de fondo no castigar a la persona o a su obra, sino señalarse como el gran portador de la moral. Y sospecho que mientras las redes sociales sigan teniendo tanta potencia va a ser muy difícil que la cultura de la cancelación no siga adelante. 

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