La sociedad nos empuja a tomar siempre las mejores decisiones y a ser ultra productivos. Eso no tiene por qué ser siempre bueno.
La lógica indica que las mejores decisiones se toman tras un análisis minucioso y detallado de cada situación. Sin embargo, décadas de investigación psicológica sugieren lo contrario. Cada día tomamos miles de decisiones, la mayoría sin importancia. Si en cada decisión tuviéramos que detenernos a valorar cuál es la tecla más precisa, nos faltaría tiempo para hacer otra cosa en todo el día que no fuera calibrar expectativas. Es justo lo que le ocurre a millones de personas: necesitan tomar la mejor decisión, o ejecutar una tarea a la perfección. Distintos estudios demuestran que las personas que toman decisiones «suficientemente buenas», en lugar de «perfectas», suelen ser más felices. Es la trampa del perfeccionista.
En un mundo de opciones e información casi infinitas, el ser humano no tiene tiempo ni recursos cognitivos para tomar una decisión perfecta en todos los casos. Y sin embargo muchos de nosotros lo intentamos. Y sufrimos el proceso. A esas personas se las conoce como maximizadores: consumen ingentes cantidades de energía en reflexionar y esforzarse por tomar la decisión correcta. Por ejemplo, pasarse varias horas buscando en internet las zapatillas de deporte perfectas. O si lo llevamos al plano laboral, pasarse una hora dándole vueltas a una decisión rutinaria, a la forma de un correo electrónico, a cada paso adelante en un proyecto, con el fin de tomar siempre la decisión correcta, la más efectiva, la más productiva. Con el fin, en realidad, de no equivocarse.
El politólogo Herbert Simon, referente en la teoría de la toma de decisiones en las organizaciones, acuñó el término «maximizar» y dividió a las personas entre las que tratan de maximizar y las que tratan de satisfacer. Los «maximizadores» quieren siempre tomar la mejor decisión cueste lo que cueste. Los «satisfacedores» quieren tomar una decisión suficientemente buena que les permita continuar adelante. No hay que confundir a estos últimos con personas descuidadas o incomprometidas. Las decisiones suficientemente buenas son siempre meditadas, pero una vez que algo satisface claramente las necesidades, se decide que es suficiente y se da por terminado. Esto evita, en muchos casos, el gran problema de los maximizadores: puesto que han consumido mucho esfuerzo y tiempo en calibrar la mejor decisión, si esta no responde a sus expectativas la frustración es enorme, lo que se suma al desgaste emocional en el proceso.
En La paradoja de la decisión: por qué más es menos, ensayo publicado en 2005, el psicólogo Barry Schwartz afirmó que en un mundo con opciones prácticamente ilimitadas, solo un enfoque práctico permite avanzar, mientras que ir a máximos solo lleva al bloqueo y la duda. Es la llamada “parálisis por análisis”. Schwartz diagnosticó que los «maximizadores» tienden a estar menos satisfechos con sus vidas, a ser menos optimistas y a estar más deprimidos que los «satisfacedores», y que también tardan más en recuperarse de las malas decisiones, rumian más, saborean menos los acontecimientos positivos, no afrontan tan bien los acontecimientos negativos y son más propensos a arrepentirse.
Es evidente que hay ciertas decisiones que sí requieren de un análisis reposado y minucioso. La decisión de comprar una vivienda, en qué colegio matricular a los hijos, valorar una importante inversión empresarial. Pero la gran mayoría de decisiones cotidianas no son trascendentales. Ejemplos hay miles. Uno clásico: buscar vuelos en internet y consumir gran cantidad de tiempo comparando precios y calibrando si mañana estarán más baratos, en lugar de acometer la compra y pasar a otra cosa. O comparar hoteles o restaurantes al mínimo detalle y no saber cuál escoger por miedo a equivocarse.
La Teoría de la racionalidad limitada le valió a Herbert Simon el Premio Nobel de Economía en 1978. En esencia, sus ideas sustituyeron a la teoría históricamente aceptada de que gran parte de la realidad económica podía explicarse por el simple afán humano de obtener el mayor beneficio posible. Simon le dio una vuelta y concluyó que lo que en realidad motivaba a gran parte de las empresas modernas y a sus dirigentes no era más que el deseo de obtener unos resultados aceptables en la consecución de una serie de objetivos. En su opinión, esto se debe a la necesidad. No era posible, sostenía Simon, reunir, absorber y analizar toda la información disponible sobre un tema determinado a tiempo para lograr el resultado ideal.
“…sí es posible, y a eso debe aspirar la humanidad, conseguir “un mundo suficientemente bueno”
Simon elevó su teoría de las decisiones en el ámbito empresarial al ámbito global. Siguiendo la lógica de su teoría, Simon no creía posible alcanzar “el mejor de los mundos posibles”, pero sí es posible, y a eso debe aspirar la humanidad, conseguir “un mundo suficientemente bueno”.
Se calcula que entre el 2,1% y el 7,9% de la población española presenta un cuadro de personalidad perfeccionista. Es una cifra relativamente alta. En realidad, la sociedad moderna nos empuja a buscar la perfección. El perfeccionismo se asocia a valores positivos: ser el mejor, el que más destaca, el más inteligente. Ya en la Edad Media se animaba al buen creyente a buscar la perfección del espíritu, y a ello dedicaron sus vidas los grandes ascetas. Hoy se nos invita a algo parecido: ser los mejores amigos, los mejores amantes, las personas más saludables, las más productivas en el trabajo. Expectativas sociales poco realistas que nos conducen a la frustración y la ansiedad.
Thomas Curran, investigador de la London School of Economics, sostiene que la obsesión con la perfección es una perniciosa derivada de la cultura de la meritocracia. Vivimos en un mundo en el que se nos inculca que podemos ascender socialmente por nuestros propios méritos, y no por la riqueza o el estatus social. Así, el fracaso en el éxito se considera personal y no el resultado de una estructura social desigual. La generación más joven de hoy, sostiene Curran, se enfrenta a una enorme presión para demostrar su valía en una cultura obsesionada con más cantidad, más grande y mejor. Por eso el autor reclama reexaminar el valor social de la perfección y darle un nuevo enfoque que parta desde los colegios y las administraciones pasando por las escuelas de negocios
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