Todos los informes alertan de un rápido retroceso de las libertades y el estado de derecho a nivel global. La inestabilidad política y económica erosiona nuestra confianza en las instituciones.
Vivimos en un mundo cada vez más autoritario. En los países en desarrollo, los pequeños pasos hacia sistemas más democráticos y libres, que costaron años de lucha social y sacrificios personales, se están diluyendo con rapidez; en los países occidentales, la separación de poderes y el estado del bienestar sufren duras acometidas por parte de sus cada vez más iliberales clases políticas.
Sin duda, la coyuntura global no ha sido benévola con el avance de la democracia en lo que llevamos de siglo. El batacazo económico de 2008, la posterior crisis y la reciente pandemia de Covid-19 han llenado de argumentos a los aspirantes a dictador. La guerra en Ucrania ahonda un poco más en esta escalada. En tiempos convulsos, las sociedades tienden a abrazar a líderes con discursos duros, soluciones simples y control férreo, y la actualidad no es una excepción.
El Índice de Democracia, un informe anual elaborado por el Economist Intelligence Unit (EIU) que mide la calidad democrática de los países en base a cinco variables, entre ellas las libertades civiles o el proceso electoral, concluyó en su último informe que el 54,3% de la población mundial vive ya en regímenes dictatoriales o con síntomas de autoritarismo. Solo un 6,4% disfruta de una democracia plena, y en ese porcentaje de privilegiados no constan los españoles.
Nuestro país ha perdido esa etiqueta debido al “deterioro de la independencia judicial, sobre todo por el retraso en la elección de los magistrados del CGPJ”, argumentó el EIU en su informe del pasado mes de febrero. Con la disputa por el control del poder judicial aún más recrudecida, es altamente probable que en el próximo informe España vuelva a no constar como democracia plena, calificación que había ostentado en todos los informes anteriores. La deriva populista e iliberal también toca amenazante a nuestra puerta.
Todos los índices independientes alcanzan conclusiones parecidas. Freedom House, en su informe ‘La libertad en el mundo’, señaló que 73 países habían retrocedido en su calidad democrática en 2020 y de nuevo 60 países en 2021, por solo 25 que habían mejorado. Solo un 20,3% de la población mundial vive en un entorno libre, según esta organización, un 26% menos que en 2005. El Instituto Internacional para la Democracia (IDEA) también confirma que la mitad de los 173 países analizados ha dado pasos hacia el autoritarismo.
En ‘Cómo perder un país: los siete pasos que van de la democracia a la dictadura’ (Anagrama, 2019), la escritora turca Ece Temelkuran radiografía perfectamente el mecanismo que lleva a un país de la libertad civil al autoritarismo, en este caso con el ejemplo de Turquía. Temelkuran señala los males del nacionalismo y el populismo, dos manifestaciones habituales del descontento social que sirven como banderas en las que se envuelven los gobernantes para justificar su toma absoluta del poder.
No es un proceso rápido, sino una acción de propaganda lenta pero implacable que degrada las instituciones y los valores democráticos. Con su ensayo, Temulkuran trata de confeccionar un manual de instrucciones ciudadano para poder detectar y bloquear las señales autoritarias en nuestros sistemas políticos.
“Hay un problema de calidad de nuestras democracias. Se observa frustración ciudadana ante la desigualdad de riqueza y poder, débil participación popular en los asuntos públicos, corrupción pública y privada, inseguridad ciudadana y debilidad estatal, entre otros. Una sociedad que cree poco en quienes la representan es una sociedad que puede terminar desvinculándose de la democracia”, sostiene la Organización de Estados Americanos (OEA).
El politólogo Antoni Gutierrez-Rubí afirma en ‘La fatiga democrática’ que existe una «creciente desconfianza y fatiga con relación a una política que aparece como algo ajeno a la propia ciudadanía”, añadido a un “aumento de la emotividad a la hora de vincularse con la realidad sociopolítica». Esta combinación genera una crisis de la democracia, incapaz de adaptarse a la nueva época.
La fatiga y el emotivismo son peligrosos porque pueden hacer ineficaces las políticas públicas cuando estas no son aceptadas, respetadas y compartidas. “Este hastío, esta posible derrota psicológica de la sociedad, puede dar al traste con todos los esfuerzos económicos y políticos que se están activando”, subraya Gutiérrez-Rubí.
Dicho llanamente, el futuro ha dejado de ser un destino ilusionante para muchos ciudadanos. Y ello tiene consecuencias en la política y en la percepción de la democracia. En su libro ‘Twilight of democracy’ (‘El crepúsculo de la democracia’), la politóloga estadounidense Anne Applebaum advierte de que el mundo democrático está “envejecido, frío y cansado”. O como ilustra la psicóloga Megan Devine en la revista ‘The Atlantic’: “Todo el mundo está afligido por algo, ya sea por la pérdida de la rutina diaria, un trabajo, la seguridad de la vivienda, las personas que les importan, la pérdida de una sensación de estabilidad, o no saber lo que se avecina. […] Hemos perdido nuestra fe en la certeza”.
La fatiga social corroe peligrosamente los cimientos de nuestras sociedades libres y allana el camino del autoritarismo. Lo demuestra a través de los datos la Encuesta Mundial de Valores, un proyecto global de investigación social, que alerta desde hace años de que los europeos y norteamericanos cada vez creen menos importante vivir en una democracia. La pelota, pues, está en nuestro tejado, en el de los ciudadanos y en especial el de los jóvenes, que en España viven en los últimos años una desafección creciente hacia la participación ciudadana y la política, tras el estallido de interés y movilización generado con el movimiento del 15-M en el año 2011.
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