Sus asesores decidieron llamarlo “un mítin inmersivo y olfativo”, centrándose abiertamente en la forma en lugar del contenido. Jean Luc Mélenchon, candidato de La France Insoumise, la izquierda radical francesa, eligió Nantes hace unos días para realizar el mayor despliegue de comunicación política visto hasta ahora en Francia.
La escenografía, estudiada al milímetro, incluía una pantalla de 200 metros que rodeaba a los casi 3.000 asistentes, y se inspiró directamente en las proyecciones del Museo Nacional de Historia Natural de París. Entre imágenes del cielo y el mar, Mélenchon, que no tiene ningún viso de ganar las próximas elecciones presidenciales de abril, se dirigió a sus simpatizantes para proponer el fin de la energía nuclear y un mayor control de los cables de Internet para la ciudadanía francesa. Mientras, supuestamente el ambiente se impregnó de perfume. Algunos de los presentes se acordaron del aroma del incienso; a otros les pareció que olía a petróleo. Muchos reconocieron que por culpa de la mascarilla no habían sentido nada.
No es la primera vez que Mélenchon recurre a tecnología puntera para cautivar a sus votantes. En 2017 utilizó un holograma para proyectar su discurso en siete ciudades diferentes de manera simultánea. Aunque esta vez el despliegue ha sido considerablemente más fuerte: el acto costó 300.000 euros, según su director de campaña, 100.000 más que uno tradicional. Cabe preguntarse si la forma ha superado al fondo. ¿Acaso la política ya no sabe cómo llamar la atención de una sociedad dispersa? ¿No son suficientes las propuestas y el discurso estructurado?
Cierto es que la pandemia ha complicado mucho la comunicación política. En todos los continentes, los equipos de campaña se han visto obligados a rediseñar sus estrategias. Tanto a pie de calle como en los actos públicos se han tenido que respetar la distancia social y los protocolos sanitarios. En algunos momentos esto ha sido especialmente difícil para los partidos con mucha tradición de celebrar actos populares masivos, como los peronistas en Argentina. Gracias a la vacunación, algunos han vuelto. En Portugal, hoy en campaña, los políticos están organizando las llamadas arruadas (marchas por la calle con hasta miles de personas), aunque no faltan voces que lo consideran una conducta temeraria.
La tecnología sirve, entre otras cosas, para acceder a lo que ha estado interrumpido por la covid: el contacto con los votantes. Se da la paradoja de que las redes hacen ese contacto al mismo tiempo más fácil y más complejo. Por un lado, la Red es una parte central del proceso político, tanto como fuente de información del electorado como de plataforma de campaña. En Facebook, Twitter, Telegram e Instagram, los partidos pueden transmitir mensajes cortos, concisos, muy segmentados, en tiempo real y lograr millones de visitas. El lenguaje de Internet permite a los asesores jugar con palabras, referencias pasadas y el escarnio al rival. Sin embargo, todos esos elementos pueden jugar en su contra. Las propuestas se trivializan, las declaraciones se sacan de contexto, el ritmo es frenético. La opinión pública puede cambiar en pocas horas. Además, las redes son el canal por el que llega contenido deliberadamente falso y los flujos de información distorsionados. Como señala un informe del Parlamento Europeo de 2019, “si bien las fuerzas políticas, sociales e ideológicas que separan a los ciudadanos son variadas y complejas, en los últimos años, los académicos y los encargados de formular políticas han señalado cada vez más a la tecnología digital como uno de los posibles impulsores de la polarización”.
Estamos en un momento interesante en la comunicación en general, incluida la política. Hay quien, como Mélenchon, cree que merece la pena un despliegue epatante con tal de abrir los informativos y protagonizar las tertulias durante unos días. Otros políticos prefieren la vía tradicional. Que se lo digan al canciller alemán, Olaf Scholz, hace unos meses hizo gala de su campaña aburrida y se vendió como un soso eficaz. Le funcionó.