La Europa de hoy es objetivamente un lugar mejor en cualquier sentido que en 1989. Hace ahora 30 años, el 9 de noviembre, terminó de caer el muro de Berlín y, con él, el Telón de Acero que separaba al mundo capitalista del comunista y a una parte de Europa de la otra.
La historia de estas tres décadas es la de un éxito incontestable, pero quizá incompleto. “En la Europa occidental, los líderes vetan la ampliación de la Unión por miedo a que los europeos orientales no respeten sus valores liberales”, escribe Mark Leonard en Project Syndicate. Mientras, “En la Europa Central y del Este, hay un resentimiento creciente hacia la occidental sobre la respuesta a la inmigración y otros asuntos”.
No es esta la única división que la caída del muro no ha podido derribar. Hay fuertes diferencias culturales a los dos lados de esa línea imaginaria que separa a países como Francia, Alemania, Holanda o España de Polonia, Hungría o Rumanía.
“El Eurobarómetro sobre discriminación vinculada a las orientaciones sexuales publicado el pasado mes de septiembre muestra la consistente brecha entre la parte suroriental y noroccidental del continente”, escribe Andrea Rizzi en El País. “Las respuestas a varias preguntas en esta materia muestran el notable conservadurismo en la primera región frente a la muy mayoritaria propensión a la igualdad de derechos en la segunda”. El texto dibuja las fronteras de un nuevo “telón moral” de acero. En particular, cómo menos del 75% de los encuestados de República Checa, Estonia, Lituania, Letonia, Hungría, Polonia, Rumanía o Croacia piensan que “gais, lesbianas, homosexuales y heterosexuales deberían tener los mismos derechos”, una cifra que cae por debajo de la mitad de la población en los cinco últimos países citados.
Berlín lleva meses y pasará meses más con actos y celebraciones de uno de los acontecimientos más famosos de la historia de la humanidad, la “revolución pacífica” de 1989. Se verán en bucle imágenes emotivas, ya añejas, de jóvenes con hombreras derribando trozos de muro, caras de alegría y frases memorables (del “yo también soy berlinés” de John Fitzgerald Kennedy al “señor Gorbachov, derribe este muro”).
Pero aquello fue solo el culmen de un proceso histórico. “Los alemanes sabemos a quiénes les debemos esta fortuna: a los cientos de miles de alemanes del Este que salieron a la calle en favor de la libertad”, escribe el ministro de Exteriores alemán Heiko Maas. “Pero también se la debemos a los trabajadores del Astillero de Gdansk, a los protagonistas de la Revolución Cantada de los países bálticos, a los húngaros, quienes fueron los primeros en romper el Telón de Acero, a los precursores de la Carta 77 de Praga, a los manifestantes de las velas de Bratislava, a los revolucionarios de Timisoara […]”
Deudas históricas
Muchas de las deudas históricas de aquel proceso han sido pagadas en su totalidad. Una de ellas es particularmente simbólica: este año, el Gobierno alemán ha eliminado para la casi totalidad de contribuyentes de la antigua Alemania occidental el famoso “impuesto de solidaridad” que pagaban desde 1991 para sufragar los costes de la reunificación, y que ascendía a unos 20.000 millones de euros anuales. Han servido para elevar el PIB per cápita de la Alemania Oriental desde el 43% de la Occidental en 1990 hasta el 75% actual; y al desempleo a caer desde el 19% en su máximo de 2005 hasta el 6% en los territorios exsocialistas.
Esa historia de éxito, relativo, con matices (sigue habiendo una fuerte división sociocultural y hay un cierto sentimiento de “alemán de segunda clase” en los antiguos territorios comunistas), no ha visto su reflejo en la misma escala entre la Europa oriental. Subsisten diferencias importantes de renta per cápita con los vecinos del oeste. Bulgaria, Rumanía, Croacia, Polonia o Letonia tienen menos de 15.000 euros de PIB per cápita, que es la mitad de la media de la Unión Europea. España se sitúa en los 25.000, Francia en 35.000 y Alemania en 40.000.
A estas crudas diferencias económicas y culturales expuestas se le suman unas derivas políticas muy pronunciadas, sobre todo en Polonia o Hungría, que coquetean con la democracia iliberal. La crisis de los refugiados y las posturas ante la inmigración han demostrado tener, además, el mismo efecto de ruptura que el hielo sobre las grietas de la roca.
Europa subsiste unida, pacífica y próspera. Pero con divisiones internas y un desequilibrio económico y cultural que podría amenazar el proyecto que tanto le debe a la caída del muro de Berlín hace, ahora, tres décadas.
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