Un mundo más igualitario

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Un mundo más igualitario

Parece que vivimos una era de desigualdad creciente, pero el mundo lleva 20 años acercando las rentas de sus habitantes.

Creemos, porque así lo escuchamos en las noticias o lo padecemos en nuestra piel, que vivimos una era de desigualdad creciente. Las élites son cada vez más ricas, el grueso de la población se ahoga en la llamada trampa de las rentas medias, y los que antes eran clase humilde, hoy son pobres. Es una percepción certera en lo local, y que explica parte de las grandes protestas sociales y movimientos políticos nuevos. Sin embargo, habitamos el mundo más igualitario de los últimos 150 años. Aunque nos cueste creerlo, estamos en el mayor punto de convergencia de riqueza global desde el estallido de la Revolución Industrial.

El coeficiente de Gini es la herramienta que permite sacar esta conclusión. La desarrolla Branko Milanovic, uno de los investigadores sobre la materia más prestigiosos del mundo, en la revista Foreign Affairs. Los datos son incontestables: la desigualdad global cayó de 69 en el año 2000 a 60 en el año 2018. Estas cifras se extraen del citado coeficiente de Gini, en el que cero significa una hipotética igualdad de rentas total en el planeta, y 100 significa otro hipotético caso de acumulación de toda la riqueza en un solo individuo. Cuanto más cerca del cero, más igualitaria es una sociedad. España está en un positivo 32, por un 28 de Islandia, que lidera el ranking, o un preocupante 63 de Sudáfrica, que está en la cola.

En este asunto, vivimos un doble movimiento de placas tectónicas de consecuencias imprevisibles. Por un lado, está la divergencia de rentas dentro de los países occidentales, y por el otro, colisionando con fuerza, está la convergencia de rentas en gigantes como China, India, Indonesia y el continente asiático en su conjunto. China en especial es responsable de que la riqueza de las personas se haya igualado en el mundo en los últimos 20 años, apoyada por la India en segundo término. Que dos gigantes demográficos hayan enriquecido a sus sociedades a ritmo de vértigo es parte del secreto de este momento dulce global en lo estadístico, como apunta Milanovic en su estudio.

De este modo se empieza a dar un giro en el tablero, lento pero sostenido. El ciudadano occidental medio, antes privilegiado, hoy ve cómo su contraparte asiática tiene un nivel de rentas similar, si no mayor. Y quien sufre esa primera sacudida son los sectores industriales, los mismos que votaron a Donald Trump, que votaron en favor del Brexit o los que incendiaron las calles de Francia ataviados con chalecos amarillos. Pues tener un salario humilde en Occidente ya no significa ser un privilegiado a escala global. Y eso es un cambio de paradigma.

Ni siquiera ser clase media hoy en Occidente, pongamos España, acredita ser un privilegiado, pues la clase media china cuenta con ingresos crecientes y obtiene mayor rendimiento a sus salarios. No es raro hoy que una familia china de rentas medias se pueda permitir teléfonos de última generación o unas vacaciones en Europa, mientras la familia de rentas medias española sufra para llegar a fin de mes. Digerir esto no está resultando nada fácil para millones de europeos y estadounidenses, que han visto frustradas sus expectativas de desarrollar sus vidas en burbujas de progreso sostenido y seguridad.

Parecería que la placa de la convergencia de rentas mundial liderada por China e India se está comiendo a la placa de la igualdad de rentas y privilegios del mundo occidental, pero es pronto para sacar conclusiones. Lo que resulta fascinante es ver que cuando el mundo agranda sus diferencias, los países beneficiados de ello las reducen internamente. La Revolución Industrial, iniciada en el siglo XIX, disparó la desigualdad global, que hasta ese momento había sido moderada, en favor de Europa y Estados Unidos, y no paró de aumentarla hasta el punto álgido de la Guerra Fría, en el tercer cuarto del siglo XX. En ese pico, los países occidentales gozaron de altas cotas de igualdad interna. Lo vimos en España entre 1960 y 1980. Sin embargo, en cuanto el mundo empezó a volverse más igualitario con el despertar de China (que, a su manera, se llevó la revolución industrial a sus fábricas) y gran parte de Asia, la desigualdad interna de Occidente empezó a abrir brecha, dando un vuelco a la situación.

Tal como apunta Milanovic, es difícil prever la evolución de la desigualdad en las próximas décadas. La combinación de factores imprevisibles como el covid-19 o la guerra en Ucrania, unida a la guerra comercial soterrada entre China y Estados Unidos, pueden detener la convergencia de los últimos 20 años. Además, China no puede aportar mucho más por hacer de este mundo un lugar estadísticamente más igualitario, pues ha alcanzado ya una fase avanzada de desarrollo. Le toca tomar el relevo a la India, que vive tribulaciones internas que ralentizan su progreso social. En última instancia, para hacer un mundo realmente igualitario se necesita la eclosión de África, la gran cuenta pendiente. Pese a esporádicos chispazos de esperanza local, no parece hoy realista esperar que África protagonice en conjunto una evolución parecida a la de Asia.

Lo que sí puede ocurrir dentro de pocos años es que haya tantas personas ricas en China según los estándares globales como en los Estados Unidos y Europa. Si esto ocurre, será el reflejo de un cambio profundo en el poder económico, tecnológico e incluso cultural en el mundo. Por las propias dinámicas internas chinas parece poco probable, pero no es en absoluto una previsión descabellada

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