Un mundo de cosas
Hay una razón de peso para detenernos dos segundos antes de comprar cualquier artículo que se nos antoje: la inflación continuada y el aumento de los precios. Todo es sensiblemente más caro y no hay mayor disuasión en la vida que el dinero. Pero más allá del bolsillo, es urgente frenar nuestra escalada de consumo. Nos estamos acostumbrando demasiado rápido a la práctica de comprar por internet productos muy baratos, de muy baja calidad y fabricados masivamente sin ninguna vocación de perdurar en el tiempo. La vida útil de un artículo es más corta que nunca. Sobre todo la ropa, pero también los juguetes y todo tipo de pequeños artilugios cotidianos. Vivimos en un mundo de cosas que no no duran ni un año y que apenas utilizamos.
Dicen los expertos que alertar a la población de que deje de consumir por el bien del Amazonas o por cualquier otro objetivo grandilocuente no activa ningún mecanismo mental de alarma. Llevamos décadas recibiendo advertencias sobre el daño medioambiental que genera el consumismo occidental (y ahora también el oriental, encabezado por China) y la situación no ha hecho más que empeorar con la irrupción de gigantes del comercio online y la explosión del fast fashion o moda rápida, un tipo de consumo bulímico que se extiende a casi todos los sectores.
¿Dónde entra en juego entonces la responsabilidad personal frente a la corporativa o la gubernamental? ¿Por qué queremos comprar lo que queremos comprar? En una sociedad marcada por una desigualdad cada vez mayor, el impulso de consumir se convierte en una forma de búsqueda de poder y de formación de identidad, lo que da lugar a una carrera que se autoperpetúa y que nadie puede ganar de verdad. Vivimos en un mundo de cosas porque necesitamos llenar ciertos vacíos en nuestras vidas, queremos reivindicar nuestro lugar, trascender o simplemente sentirnos bien a través del consumo.
En esos términos se expresa la consultora de moda estadounidense Aja Barber en su ensayo Consumed (2021, edición en inglés), en el que disecciona la industria de la moda rápida y propone una reflexión sobre nuestra propia actitud ante el consumo, no para salvar el Amazonas, sino para recentrar nuestro poder como individuos. Para pasar, en síntesis, de ser consumidores zombis a ciudadanos despiertos.
Tomemos el ejemplo del textil, el más alarmante. Según el informe Índice de Transparencia de la Moda 2023 de la organización sin ánimo de lucro Fashion Revolution, sólo el 12% de las marcas revelan públicamente el número de productos fabricados anualmente. Esta organización calcula que se producen cerca de 150.0000 millones de prendas de vestir al año, pero hay 8.100 millones de habitantes en el planeta.
Pese a la desproporción, la evolución es desalentadora. Las cifras de producción van en aumento. Una estimación reciente de las Naciones Unidas calcula que la industria de la moda es responsable de entre el 2% y el 8% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. A este ritmo, el porcentaje de emisiones de la industria podría aumentar un 50% en 2030, según el Banco Mundial. Igual o más grave son las condiciones laborales cuasi esclavistas en las que se mueve buena parte de la industria de la moda, que en conjunto emplea a unos 60 millones de personas en todo el mundo, muchas de ellas en países sin apenas regulación laboral como Bangladesh y Vietnam.
Tener acceso a un exceso de ropa barata para estar a la moda no es un derecho humano, ni un requisito para expresarse. ¿Tenemos derecho a ropa barata a costa de otros seres humanos? Esa es la cuestión. Y el dilema no solo se limita al sector de la moda. Puede aplicarse igualmente al del consumo de aparatos electrónicos de bajo coste y discutible calidad o al de mobiliario ultra barato. Todo ello impulsado en los últimos años por la facilidad del comercio electrónico. En solo dos clics podemos adquirir cualquier producto que se nos antoje desde el sofá de casa, y eso desarbola nuestros mecanismos de autocontrol y prudencia.
La ubicuidad y facilidad de las compras hoy en día puede hacer difícil enseñar a los niños el coste real de productos que parece que simplemente aparecen en la puerta de casa. Así, lo que para las generaciones hoy adultas genera cierto reparo e incluso rechazo, para las nuevas generaciones es ya algo totalmente cotidiano y aceptable. Si a esto le añadimos que el sector de la publicidad ha pasado de exhibirse dentro de un marco regulado, como es la televisión o la cartelería, a otro mucho más salvaje y con las fronteras borrosas como es el mundo de los influencers y las redes sociales, el panorama es preocupante.
Hoy los consumidores jóvenes tienden a valorar más a los influencers que a las marcas, y a confiar más en las redes sociales que en los medios de comunicación. Esto aplica a categorías como la moda, la belleza, los viajes o la comida, pero también ha dado el salto a la literatura, la música y el activismo político. Hay influencers para todo y todos actúan prácticamente sin control regulatorio. Campo abonado, pues, para la publicidad encubierta, la manipulación y el adoctrinamiento.
Esto no va a cambiar; de hecho, va a empeorar muchísimo. El consumo desenfrenado que pone en jaque la sostenibilidad del planeta y vulnera los derechos humanos y el estallido de internet como mercado global tienen mucho que ver, pero la legislación internacional está a años luz de ponerle límites reales a estas nuevas reglas del juego.
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