Las ciudades inteligentes son una fuente de empleo, negocio y en muchos casos bienestar. Pero engloban proyectos muy distintos y no todos cuajan.
Hace siete años, en marzo de 2011, un accidente nuclear convirtió la prefectura nipona de Fukushima en uno de lugares más letales del mundo. Pero durante días, incluso semanas, miles de japoneses no supieron exactamente a qué cantidad de radiación estaban expuestos. Salvo aquellos que pudieron procurarse medidores de radioactividad, el resto solo recibió información sesgada y con cuentagotas.
Hoy ese apagón informativo no habría sido posible por los sensores que incorporan cada vez más objetos que nos rodean, o que incluso llevamos puestos, y que generan información en tiempo real las 24 horas del día. Sensores de olor, de temperatura, de humedad, de posición, y otros mucho más sofisticados como el nivel de radiación que no tienen que estar interconectados por cables. A eso hay que añadirle la tecnología para procesar los datos y utilizarlos en distintas áreas. En las ciudades, esa “inteligencia” permite una optimización sin precedentes, desde ahorrar agua a gestionar mejor los residuos o los espacios de aparcamiento.
Se trata de un negocio jugoso: en 2020 se estima que las smart cities generarán negocio por valor de 1,5 billones de dólares, según distintas consultoras (parte interesada). Bajo el mismo paraguas se engloban proyectos públicos, privados y de colaboración entre ambos. Desde un edificio inteligente en Singapur a una empresa sueca que instala granjas subterráneas. Hay miles de ejemplos en todo el mundo.
Sidewalk Labs, la empresa de innovación urbanística de Alphabet (propiedad de Google) se ha propuesto crear nada menos que un prototipo de ciudad del futuro exportable en un barrio a las afueras de Toronto. El proyecto a muchas empresas les resultaría inabarcable: engloba desde gestión de residuos al coche autónomo. Pero SideWalk Labs ha decidido entrar en todo a la vez.
Es un camino de no retorno: los datos ya están transformando las ciudades, igual que lo han hecho con las rutinas de trabajo o la publicidad. Pero quizás estemos sobreestimando el término smart. Algunos expertos consideran que se está abusando de la sensorización en ciertas situaciones en las que realmente no hace falta. O que muchos se han subido al carro de las subvenciones europeas o del Plan Nacional de Ciudades Inteligentes por poco más que haber desarrollado una app. Mientras tanto, leemos argumentos epatantes: “El uso de la tecnología inteligente puede salvar entre 30 y 300 vidas al año en una ciudad de cinco millones de habitantes”, según McKinsey.
En el caso de Songdo, una ciudad inteligente contruida de la nada a las afueras de Seúl, en Corea del Sur, nunca se ha llegado a disfrutar de todo lo que se proyectaba sobre el papel: un entorno sin coches, con energías limpias y un 60% de superficies verdes. Para empezar porque en lugar de 300.000 personas solo viven 70.000. “Esto es como Chernóbil, está desierto”, se quejaba un crítico con el proyecto a la prensa surcoreana el año pasado. “No hay negocios, no han querido apostar por esto”.
“Se está usando muchas veces el término smart city como estrategia de marketing. Los departamentos de smart cities suelen formar parte de consultoras que al final acaban haciendo branding de ciudades. Muchas prácticas como el ahorro de energía o fomentar las zonas verdes no tienen que ver con las ciudades inteligentes. Eso de que todo lo que suene a eficiencia o a moderno sea smart cuando se lleva haciendo 200 años es engañoso”, explica el arquitecto y urbanista español Luis Arnáiz. “Para mí la ciudad smart es la que puede tomar sus propias decisiones, es el business intelligence. Pero para eso se necesita que todos los elementos estén inventariados y eso no ocurre. Pensemos que quizá es más importante saber dónde están las papeleras que si están medio llenas. Los inventarios son clave”.
Arnáiz se queja de que en general sobra publicidad y falta planificación estratégica a medio-largo plazo. “Lo primero es construir ciudad, dotarla de servicios, hacerla habitable para la gente. Porque si no, por muy smart que sea, no sirve de nada”, subraya. Otro promotor añade que en muchos lugares tienen que trabajar sin un registro común y público donde consultar información crucial: “Unos de los grandes problemas de las smart cities es que no existe un registro común para saber dónde están, por ejemplo, todas las canalizaciones de agua o cuántos árboles hay. Y sobre todo, no siempre es pública la información sobre derechos y deberes urbanísticos. Pero nadie quiere soltar la información porque supone poder”.
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