No sabemos decir ‘no’

Nuestra incapacidad para rechazar peticiones, ya sean de nuestros jefes o de nuestros amigos, nos hunde en un estado de sobrecarga mental y frustración.

Cuando alguien nos pregunta cómo estamos, solemos responder que bien, una fórmula de cortesía para no tener que desnudar nuestros sentimientos en frío y ante cualquiera. La máxima confesión que solemos hacer a nuestro interlocutor es que estamos “bien, pero muy ocupados”. Estar ocupado se ha convertido en la nueva normalidad de nuestro tiempo. El trabajo nos desborda, las obligaciones personales nos abruman, y sin embargo la mayoría de veces podríamos evitar esas tribulaciones con tan solo decir la palabra mágica en el momento adecuado: “No”. Una fórmula sencilla que se puede aplicar tanto a nuestra vida laboral (no tengo tiempo de hacer esa larga lista de tareas extra) como a nuestra vida personal (no quiero acudir a esa cita que consumirá mi preciado tiempo libre).

De hecho, hay una simbiosis perversa entre estar ocupados y la incapacidad de decir ‘no’. Estar ocupados es hoy casi un signo de estatus, de ser personas útiles y funcionales, pero muchas veces andamos ocupados contra nuestra voluntad, por esa sobrecarga de demandas externas que, por motivos culturales, no sabemos rechazar.

En realidad, aprender a decir ‘no’ es uno de los grandes retos de nuestra niñez, y casi ninguno de nosotros logra controlar esa habilidad completamente. Asociamos el ‘no’ al egoísmo, a la falta de empatía, a la descortesía, a la pereza, a lo asocial. Vivimos tan acostumbrados a decir ‘sí’ para complacer a los demás que en ese círculo vicioso perdemos el foco de qué es lo que realmente queremos, o cuáles son nuestras necesidades. ¿Me podrías hacer ese favor?, nos preguntan. Por supuesto, decimos sin pestañear, cuando tal vez ese favor nos conduce irremediablemente al barro.

En demasiadas ocasiones, complacer al otro nos roba el tiempo que necesitamos para nosotros. Y eso nos afecta emocionalmente. ¿Seríamos más felices si no tomáramos todos esos cafés con personas que no queremos ver en ese momento? ¿Si no perdiéramos un día libre en acudir a esa boda que no nos despierta ninguna emoción? ¿Si no se nos fuera la jornada laboral en reuniones interminables en las que nuestra presencia muchas veces no es necesaria? El magnate Warren Buffet da la respuesta en una de sus frases célebres: “La gente exitosa dice ‘no’ a casi todo”.

En el ensayo ‘El poder del No’ (Conecta, 2017), los autores James Altucher y Claudia Azula Altucher nos invitan a incorporar la negación a nuestro repertorio de interacciones personales y laborales. “Cuando dices ‘sí’ a algo que no quieres hacer, el resultado es que detestas lo que estás haciendo, aborreces a la persona que te lo pidió y te haces daño a ti mismo”, dicen los autores. Emilie Aries, experta en liderazgo y conferenciante TED, lo expone de este modo: “Decir que no a alguien puede dar miedo especialmente si existe una dinámica de poder, por ejemplo rechazar una petición de un superior en una empresa. Pero entre decir ‘no’ y resignarse al ‘sí’ “puede estar la diferencia entre empoderarse y crecer dentro de tu trabajo o terminar achicharrado”. Aries recomienda tener una visión estratégica en lugar de dar una respuesta impulsiva. Darse unos minutos antes de pronunciar ese ‘sí’ que nos condena a la frustración y a la sobrecarga, o, si es posible, pedir al solicitante que nos dé algún día de margen para valorar si realmente le podemos satisfacer.

Bruce Turgan, experto en relaciones laborales y profesor en la Universidad de Nueva York, asegura que dar un ‘no’ al otro, especialmente si es tu jefe, es totalmente aceptable si se argumenta bien. Ese ‘no’ deberá ser más sólido cuanto más alto sea el rango del demandante. “Un ‘no’ razonado te protege”, explica Turgan, “para que las veces que ofrezcas un ‘sí’ éste sea valorado. Si logras la habilidad de combinar ambas respuestas, podrás evitar terminar quemado, incrementar tu influencia y mejorar tu reputación”. También existe el caso contrario: un ‘no’ pobremente argumentado, o sin explicación alguna, genera tensiones en la relación laboral y es potencialmente desastroso. Cuántos despidos han germinado en negativas poco argumentadas, por razonables que estas fueran. Cuántas amistades se han enrarecido por lo mismo.

La incapacidad de decir ‘no’ es el origen de varios de los grandes males que afectan a los entornos laborales en los últimos años, particularmente en la era post pandémica. La gran renuncia laboral iniciada en Estados Unidos, y que luego se ha extendido por Europa, en la cual miles de trabajadores jóvenes cualificados renuncian a sus empleos bien remunerados y con buena proyección futura, es consecuencia de la sobrecarga laboral y de la imposibilidad de ponerle freno a ese alud de obligaciones laborales que llegan de los mandos superiores. Es origen, también, de la epidemia de estados depresivos y de ansiedad (el famoso ‘burnout’) en aquellas personas que no pueden permitirse renunciar a sus empleos. También, por supuesto, no saber decir ‘no’ es la espina dorsal de relaciones personales tóxicas, las cuales detestamos y sufrimos, pero soportamos por no saber transitar el camino de la negación.

En 1961, el psicólogo Stanley Milgram realizó una serie de experimentos que son ya un clásico sobre la obediencia a la autoridad. Milgram quiso averiguar hasta qué punto las personas nos plantamos y decimos ‘no’ a peticiones que no queremos realizar. Reclutó a 40 personas para que practicaran descargas eléctricas a una supuesto aprendiz (que en realidad era cómplice de Milgram) si no era capaz de aprender ciertas palabras cada vez más complejas. Miligrim dijo a los participantes que algunas descargas eran potencialmente letales, y sin embargo el 65% de los participantes las aplicó sobre el supuesto aprendiz cuando fallaba tras ser presionados por Milgram. De este modo, el psicólogo demostró cuán obedientes podemos ser ante una autoridad y la dificultad inherente que tiene el ser humano a plantarse y decir ‘no’. La tarea es sin duda más complicada de lo que aparenta. 


     

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