Marcados por la ficción

Adoramos sumergirnos en relatos falsos a sabiendas de que lo son. Pero los mundos imaginarios no solo nos entretienen, también forjan nuestras personalidades.

El ser humano pasa la mayor parte de su tiempo de ocio consumiendo relatos falsos consciente de su falsedad. En la Antigüedad eran relatos orales al calor de una hoguera. En la actualidad son relatos televisivos, son novelas, es cine, es teatro, es podcast. Deténgase a pensar qué porcentaje de su tiempo libre dedica a consumir historias ficticias, se sorprenderá. Hay características muy específicas que hacen al homo sapiens una especie única, y la necesidad de consumir relatos es sin duda una de ellas.

 

“Los mundos imaginarios captan nuestro instinto de exploración. Los humanos encuentran estos mundos muy atractivos por razones y circunstancias idénticas, del mismo modo que se sienten atraídos por entornos desconocidos en la vida real”, indican Edgar Dubourg y Nicolas Baumard, psicólogos del Instituto Jean Nicod de París, autores de un estudio titulado Los fundamentos psicológicos y la evolución cultural de las ficciones con mundos imaginarios. Nos mueve la curiosidad por conocer entornos distintos y también la voluntad de sacar enseñanzas de ellos, con el fin de aplicarlas en la vida real. 

 

Así, la ficción activa el mismo mecanismo cerebral que nos lleva a detenernos a observar un accidente en la calle, un incendio o una fuerte discusión: más allá del morbo, queremos saber qué ocurre para saber cómo reaccionar si un día nos vemos en una de estas. “Los organismos se sienten motivados a buscar nueva información que les permita desenvolverse mejor en el futuro, no solo los humanos”, dice Dubourg en conversación con El País. “Así que nuestra hipótesis es que los mundos de ficción suplen esa necesidad y nuestro cerebro responde a los estímulos imaginarios de las historias de la misma forma que a los reales”.

 

Los mundos imaginarios son verdaderamente exitosos. Particularmente los del género fantástico, que nos hacen volar a universos irreales pero en el que los protagonistas viven experiencias y sienten emociones muy reales. Novelas como El Señor de los Anillos o Harry Potter, películas como Avatar o Star Wars o series de televisión como Juego de Tronos, canalizan una enorme cantidad de atención y son el epicentro de nuestro entretenimiento durante muchos meses, años incluso. Esto no es algo nuevo. La ficción, particularmente la que gira en torno a mundos fantásticos, ha movido al ser humano desde la Antigüedad. Ahí tenemos La Odisea de Homero como paradigma de la fantasía como instrumento para conformar la escala de valores moral de una sociedad.

 

Lo resume bien el comunicador Julián Marquina: “Los mitos se utilizaban como herramienta para explicar el funcionamiento de fenómenos que la sociedad no podía explicar, como el origen del mundo, la muerte, los ciclos de la luna, las cuatro estaciones del año. […] Cuando el pensamiento científico y la razón desmintieron los mitos, estos no desaparecieron completamente. La tradición popular, sobre todo de gente analfabeta, continuó relatando leyendas con cuentos que eran transmitidos por el boca a boca y eran deformadas a cada nueva generación que pasaba, historias que giraban en torno a los miedos primitivos del hombre. Transmitían los valores necesarios para ser aceptados socialmente y sobrevivir a riesgos cotidianos”.

 

Las ficciones moldean desde nuestro carácter a nuestra identidad cultural. Nos empujan a perseguir nuestros sueños y ambiciones, y dan forma a nuestras preferencias políticas y nuestras creencias. Las usamos para construir relaciones, para mantener el orden social. En definitiva, la ficción es una parte esencial de nuestra humanidad.

 

“Algunas investigaciones recientes sugieren que el origen del lenguaje se encuentra en la necesidad de intercambiar ‘información social’, y para dar con él hay que remontarse a las tribus que poblaban la Edad de Piedra”, afirma en el mismo sentido Will Storr, autor de La ciencia de contar historias (Capitán Swing, 2022). Storr añade un valor fundamental que se está perdiendo en el frenético mundo digital en el que vivimos: la transmisión de los valores y la cultura de abuelos a nietos. En un mundo lleno de estímulos constantes para los niños, sentarse a escuchar historias con los abuelos es un valor en retroceso. “La figura de los abuelos jugó un papel de vital relevancia en aquellas tribus: los ancianos contaban distintas historias (sobre héroes ancestrales, apasionantes misiones, espíritus y magia) que ayudaban a los niños y niñas a navegar por su mundo físico, espiritual y moral. La compleja cultura de la humanidad surgió de estas narraciones”, dice Storr.

 

La filósofa de la ciencia Eurídice Cabañes resume bien el mecanismo de la ficción: «es la única forma que tenemos para poder imaginar mundos nuevos. Y la única forma de poder transformar el mundo en el que vivimos es poder imaginar los nuevos”. Se trata del mismo impulso que nos hace amar los viajes a destinos lejanos, o el que ha movido a los grandes líderes de la humanidad, y también a sus grandes villanos, a intentar alcanzar sus objetivos. 

 

Somos, pues, la ficción que consumimos. El novelista y crítico estadounidense John Barth ya afirmaba a mediados del siglo pasado que en lugar de “¿y qué pasa luego?”, la verdadera pregunta que se hacen todos los lectores mientras leen es “¿quién soy yo?”, que es la pregunta esencial de la identidad, ya sea personal, profesional o cultural. Las historias ficcionadas, dice Barth, nos ayudan a poner algo de coherencia y sentido al caos de nuestra existencia. O como afirmaba con un aire algo más romántico el novelista barcelonés Francisco Casavella: “La magia de la novela es crear vida. Introducirte en un universo del que, aunque te importe qué va a ser de él, sobre todo te haga desear que no se acabe nunca”.


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