Las distopías como mapas de riesgos

Uno de los géneros más explorados (y explotados) hoy es la distopía. Las historias sobre cómo nos enfrentaremos a lo peor han tenido su público desde que terminó la Revolución francesa, aunque en las últimas dos décadas se han vuelto fenómenos de masas. Pensar en nuestra futura interacción con las máquinas, qué peligros acarrea la post verdad o qué potencia será la más autoritaria en unos años provoca una mezcla de ansiedad y magnetismo.

Gregory Claeys, profesor de pensamiento político en la Universidad Royal Holloway de Londres y autor de Dystopia: A Natural History (Oxford, 2016), apunta a varios escenarios que nos hacen más permeables a estos relatos: por un lado, el sentimiento de impotencia y vulnerabilidad que provocaron los atentados del 11S; por otro, la crisis financiera de 2008, y por último, el sentimiento de inseguridad digital, o medioambiental, que van en aumento. Aunque sabemos que nuestra era no es ni de lejos la más dura de la Historia de la humanidad, el sentimiento de “pérdida y de ruina es el más acusado desde 1930”, asegura Claeys.

La distopía aterra porque toma elementos reales y los retuerce. En La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess se muestra la banalización de la violencia; en Nosotros (1924), el subversivo Yevgeny Zamyatin escribió sobre la vida sin privacidad, en la que el individuo se confunde con el resto. En La carretera (2006), de Cormac McCarthy, el protagonista y su hijo tratan de sobrevivir en una América apocalíptica, en la que escasean la comida y la energía.

Recientemente, la aclamada serie Years and Years, de HBO, que relata la historia de 15 años de una familia británica en un futuro próximo, apunta a los debates vivos en Reino Unido. Más allá de las exageraciones propias de la ficción, se plantea qué ocurrirá con el Brexit, cómo se gestionarán las fronteras de un país que no tiene claro su futuro y qué tipo de políticos han tomado las riendas. El debate televisivo contaminado por el espectáculo, y una fascinación desmedida de los adolescentes por la tecnología hasta el punto de poner en peligro su salud.

A veces, las distopías prenden a destiempo en el debate social. La escritora canadiense Margaret Atwood jamás pensó que, tres décadas después de escribir El cuento de la criada, esta novela triunfaría en medio mundo. Pero el universo que recrea, un Estados Unidos en el que las mujeres son sometidas a un gobierno fanático religioso, sirve la polémica en bandeja para movimientos como el MeToo. Cuando Donald Trump llegó al poder, 1984 de George Orwell volvió a ser un éxito de ventas. Su triunfo significó para muchos estadounidenses que el peligro de un populismo nacionalista y xenófobo se había vuelto realidad.

El presidente francés Emmanuel Macron contratará a varios escritores de ciencia ficción para asesorar a su ministerio de Defensa sobre posibles “escenarios disruptivos”. Han de plantear escenarios plausibles como amenazas híbridas o atentados y su contrato es confidencial. En la era de la postverdad, los populismos, la incertidumbre frente a los robots y la acción de las grandes empresas tecnológicas, las distopías pueden ser un mapa de riesgos más. Una herramienta que complemente el análisis racional, pero que plantee lo extremo para lograr sortearlo.


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