De pequeños nos enseñan a no mentir, y sin embargo hay personas que construyen sus identidades en torno a ello. Cuando alcanzan relevancia social, las consecuencias pueden ser nefastas.
Una de las primeras cosas que nos enseñan de pequeños es que mentir está mal. Mentir y pegar son las dos grandes líneas rojas de la infancia, y los padres tratan de marcarlas a fuego en sus retoños. Pero mientras que pegar nos expone a la vista de los demás (es imposible negar la evidencia), mentir es un acto privado y mucho más sibilino que puede pasar indetectado. Algunos niños que luego se convierten en adultos hacen de la mentira la razón de su existencia. No solo mienten para tratar de protegerse, o por compasión o cortesía, o para obtener un beneficio. Mienten como parte esencial de sus vidas. Construyen sus identidades alrededor de la falsedad.
Un puñado de estos mentirosos compulsivos adquieren relevancia social, y cuando el ardid es descubierto generan conmoción. Enric Marco impostó durante tres décadas haber sido el preso 6.448 del campo de Flossenbürg durante la Alemania nazi. Dio charlas acerca de sus vivencias y sus penurias a auditorios conmovidos hasta las lágrimas en toda España, incluido el Congreso de los Diputados. Presidió la asociación memorialística Amical de Mauthausen. Fue un héroe hasta que el historiador Benito Bermejo le desenmascaró en el año 2005. Marco explicó de este modo su monumental mentira: «Así la gente me escuchaba más y mi trabajo divulgativo era más eficaz»
En la mentira compulsiva, la necesidad de atención y aceptación social es un motor clave. Así lo afirman los psiquiatras Drew A. Curtis y Christian L. Hart en su interesante ensayo ‘Mentira patológica’ (‘Pathological lying’, 2022), en el que abogan por catalogar la mentira compulsiva, la verborrea falaz incontrolada, como trastorno mental. Al enfermo lo distinguimos porque miente sin un propósito concreto. No busca un beneficio tangible, ni dinero ni poder, sencillamente miente cuando podría perfectamente no hacerlo. Más que individuos calculadores y carentes de valores, los fabuladores son personas que “suelen vivir con sufrimiento su propio comportamiento, pero se ven incapaces de cambiarlo”, en palabras de Curtis y Hart. El riesgo que asumen es alto, porque cuando son descubiertos pierden amigos, empleos y hasta familias.
Ya lo dijo el escritor Aldous Huxley: “Una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante». La española Alicia Esteve cambió su vida anodina para transmutar en Tania Head, una supuesta superviviente de los atentados de Nueva York de 2001. Poco a poco fue acaparando el foco de atención por su narración descarnada y su empatía. En 2004 se erigió en presidenta de la asociación de víctimas del Word Tarde Center. La heroína del 11S llegó a ejercer de guía para dos alcaldes de Nueva York y para varias celebridades en el lugar de los atentados. Hasta que, igual que con Marco, la gran mentira explotó. Esteve nunca llegó a obtener más beneficio que la atención y el aplauso social.
No hace falta llegar a la popularidad para fabular a lo grande. En la esfera privada de la familia y los amigos, también en el trabajo, se pueden construir ensoñaciones sin mayor fin que la admiración de los demás. Exóticos viajes nunca realizados, encuentros con personajes famosos jamás ocurridos, logros laborales inexistentes. Es probable que todos nosotros, en algún momento, hayamos conocido a un fabulador de este perfil. O que lo tratemos habitualmente en nuestro entorno personal.
Es interesante lo que recoge en este sentido la escritora estadounidense Vironika Wilde en “Lecciones de una antigua mentirosa”, artículo publicado en la revista ‘Newsweek’ en el que confesó haber construido una vida en torno a la fábula. “Seleccionaba las mentiras en función de las emociones que producían. Estaba hambrienta de algo que todos deseamos: la sensación de ser vista y aceptada”.
“Hay una parte de la mentira que es innata en nosotros”, ha afirmado José María Martínez Selva, catedrático de Psicobiología de la Universidad de Murcia y autor de ‘La gran mentira’ (Paidós, 2009). En efecto, todos hemos mentido en alguna ocasión. O en muchas ocasiones, para ser honestos. Ya desde los dos años de edad, el ser humano conoce el mecanismo de la mentira e incluso es considerado un hito en el proceso de desarrollo cognitivo, como caminar y hablar, pues requiere de una planificación sofisticada. Sin embargo, Martínez Selva sostiene que el factor cultural tiene mucho que ver en qué lugar ocupa la mentira en nuestra escala de valores: “En las culturas mediterráneas se perdona mucho más la mentira, e incluso la picaresca parece que está bien vista”.
Aun así, el catedrático traza un delimitación clara entre dos categorías: el fabulador y el sinvergüenza. “El fabulador es alguien acostumbrado a contar mentiras a lo grande y en todos los ámbitos; se reinventa aunque lo hayan descubierto antes, mientras que el sinvergüenza es aquel que lo que intenta es lograr una ventaja para llegar a alcanzar un objetivo que no puede conseguir o que no tiene la seguridad para lograrlo”. Porque fabuladores hay pocos, pero sinvergüenzas, en la terminología de Martínez Selva, por desgracia hay muchos.
Curtis y Hart, en ‘Grandes mentirosos’ (‘Big Liars’), que será publicado próximamente, nos invitan a estar alerta: “La mayoría de la gente es mayoritariamente honesta la mayor parte del tiempo, Y no hay tantos grandes mentirosos en la población general. Pero un puñado de grandes mentirosos pueden tener un impacto desproporcionado en las personas a su alrededor. Pueden arruinar relaciones personales, arruinar negocios e incluso, cuando atañe a la política, pueden minar el tejido social”. Conviene, pues, no restar importancia al efecto de la fabulación en nuestras vidas.