La huella de las élites

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La huella de las élites

El impacto climático de los ricos se antoja intolerable en pleno calentamiento global.

Solemos atribuir el cambio climático a la irresponsabilidad de los principales países emisores de CO2 y a las grandes corporaciones, desde las petroleras a las industrias madereras y agrícolas. Señalamos a los coches y a nuestra falta de concienciación ambiental. Sin embargo, casi nunca posamos nuestra mirada en un segmento que, si bien es minúsculo en términos relativos, tiene un impacto enorme en términos sociales: los ricos.

Varios estudios recientes de oenegés y thinktanks reflejan la enorme huella medioambiental de las élites y sus estilos de vida. Un informe publicado en 2021 por Richard Wilk, antropólogo de la Universidad de Indiana, concluyó que un súper yate emite unas 7.000 toneladas de dióxido de carbono al año, unas 1.500 veces más que un coche familiar medio. Y eso, considerando que el yate pasa varios meses inactivo. En los puertos deportivos de Baleares, Barcelona o Málaga es fácil ver estos atentados ecológicos flotantes en los meses de verano. Nunca nos fijamos en ellos cuando hablamos de cambio climático. Al contrario, quedamos fascinados por su magnitud.

Las emisiones de 125 milmillonarios emiten 393 millones de toneladas de CO2 cada año, indica un reciente informe de Oxfam. Esto supone 3,1 millones de toneladas de CO2 por cada milmillonario, más de un millón de veces más que las 2,76 toneladas que emite un ciudadano medio. Según Oxfam, el 1% más rico es responsable de más del doble de la contaminación por carbono que las 3.100 millones de personas que conforman el 50% más pobre de la humanidad durante los últimos 25 años.

Según la Agencia Internacional de la Energía, organismo poco sospechoso de remar en favor del activismo climático, el 1% de los individuos que más CO2 emiten, es decir las élites, emiten unas mil veces más dióxido de carbono que el 1% que menos, es decir la población de países en desarrollo.  

De hecho, desde la primavera se ha desarrollado a nivel global, sobre todo en Europa, una campaña para señalar esta injusticia climática y la falta de conciencia de los ricos. España ha sido un escenario particularmente movido: activistas han tapado con cemento los agujeros de varios campos de golf, han irrumpido en el aeropuerto de Barajas para protestar por el uso de jets privados y han pintado con spray un megayate valorado en 300 millones de dólares propiedad de la heredera del imperio Walmart. En Estados Unidos se han sucedido acciones similares. Semanas atrás, activistas climáticos protestaron en varios lugares emblemáticos de Los Hamptons, el área de retiro de las grandes fortunas de Nueva York.

Un dato más, esta vez sobre el uso de jets privados: según Greenpeace, los jets causan más de 3 millones de toneladas de CO2 al año, el equivalente a 550.000 hogares de la Unión Europea. Y el problema es que la venta de aviones privados está disparada: en dos décadas se ha pasado de menos de 10.000 unidades (año 2000) a más de 23.000 (año 2022). Algo parecido ocurre con los megayates. Las élites económicas no parecen estar captando el mensaje del cambio climático.

Pero el lujo también tiene un lado positivo que sería injusto infravalorar. En particular el turismo de alto nivel, que en España tiene un impacto importante. Según la Alianza Europea de Industrias Culturales y Creativas (ECCIA), la patronal del sector, el lujo “es un actor clave en la creación de empleo en Europa” y supone el 10% de las exportaciones europeas y un 4% de su PIB. El turismo de alto nivel en nuestro país alcanza un valor de entre 20.000 y 25.000 millones, un 22% de la facturación total del turismo en España. Un turista de lujo gasta ocho veces más que el turista medio, y emplea al doble de personal en un alojamiento que un turista convencional, según ECCIA.

En consecuencia, más que eliminar el lujo, el punto intermedio es conseguir que las élites tomen conciencia de su huella ecológica y cambien sus hábitos más extravagantes, comenzando por el transporte. No parece que vayamos en buena dirección, vistas las cifras disparadas de venta de yates y aviones privados. Tal vez necesiten padecer en sus propias carnes de las sofocantes olas de calor para reflexionar; quizá la reciente campaña de los activistas climáticos les haga replantearse ciertos hábitos. Porque tal como apunta Wink, muchas veces algo tan simple como el señalamiento y la vergüenza pública es lo que mueve a las personas a reaccionar, más que las cifras de lo mucho que sus yates contaminan el planeta que compartimos todos, por aplastantes que estas sean.

Algunos organismos públicos están tomando iniciativas al respecto. Francia está diseñando medidas enérgicas contra el uso de aviones privados para viajes cortos, tras prohibir los vuelos comerciales que puedan ser cubiertos en menos de dos horas y media en tren. A principios de año, el aeropuerto holandés de Schiphol anunció planes para prohibir los jets privados y los aviones más ruidosos. Y en junio, la ciudad portuaria italiana de Nápoles prohibió los megayates de más de 75 metros. Medidas anecdóticas a escala global, pero que son un indicador de lo que está por venir en el futuro próximo

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