La desilusión de la meritocracia

La desilusión de la meritocracia

El año que viene, los jóvenes entre 25 y 35 años representarán la mitad de la fuerza laboral en el mundo. En el mundo rico se trata de una generación parachoque: en poco más de una década ha tenido que absorber dos debacles económicas solapadas. En los países de la OCDE, el 44 por ciento cuenta con un diploma superior, según datos de 2017. Sus padres y abuelos, los llamados baby boomers, que hoy tienen entre 55 y 65 años, poseen títulos universitarios en mucha menor medida: el 26 por ciento. Sin embargo, de media alguien nacido en 1990 hoy recibe un salario menor que el que ganó con esa edad un baby boomer.

La generación de los 90 tiene la piel dura, pero se enfrenta a un ascensor social averiado. ¿De qué le ha servido formarse? ¿Y qué pasa con quienes no han podido hacerlo? 

La recuperación de esta pandemia, todavía sin horizonte, tiene más visos de parecerse a la letra K que a cualquier otra del abecedario. La economía está partida en dos: los ganadores y los perdedores. Es cada vez más difícil que converjan. En esa K reside la trampa de un sistema meritócrata según el cual todo está a nuestro alcance si nos esforzamos lo suficiente.

Que la meritocracia hace aguas no es nuevo: el nada sospechoso semanario The Economist lleva advirtiéndolo desde antes de que el populismo se extendiese por Occidente. El privilegio en Estados Unidos, decía la revista británica, entendido como la capacidad de los ricos y bien conectados para

proporcionar a sus hijos una educación de élite y los mejores trabajos, representa una seria amenaza para la movilidad social. Aquellos artículos de 2015 son como una premonición de la victoria de Donald Trump meses más tarde.

Han pasado cinco años, pero la crisis social y la desafección política no han dejado de crecer. Trump podría revalidar su mandato en poco más de un mes. En Estados Unidos, Europa y, en menor medida, Asia, seguimos debatiendo sobre la quiebra de la confianza en el sistema. La conversación está salpicada de pánico económico y sanitario. Seguimos hablando de ira contra las élites y de una democracia al borde del abismo.

Parte de ese resentimiento viene de una lógica que hemos dado por buena y que está fallando a muchos ciudadanos. Mantras como el querer es poder o el sueño americano se han cebado con los que no han tenido opción. En el caso de Estados Unidos, en las anteriores elecciones Trump tuvo la habilidad de dirigirse directamente a los olvidados y de apelar a ellos en contraposición a “las élites”. Aprovechó el hartazgo de quienes habían soportado una desigualdad creciente, pensando que podrían mejorar sus vidas si se esforzaban.

Sin movilidad social no hay esperanza, sino resentimiento. Los supuestos perdedores sienten el desprecio de los ganadores. No solo han visto estancarse sus salarios, sino que se sienten infravalorados por sus compatriotas, con baja estima social. Lo describe con maestría el filósofo Michael J. Sandel, autor de La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? (Debate, 2020). Sandel es profesor en Harvard desde 1980 y desde entonces ha notado una constante en sus alumnos: a pesar de que se inclinaran hacia distintas opciones políticas, les une la convicción de que su éxito es mérito suyo, un producto de su esfuerzo. No se plantean que han llegado hasta allí gracias a un conjunto de contingencias que van desde una buena salud pública en sus barrios hasta un ambiente propicio en sus hogares.

Sandel propone varias deconstrucciones, como dejar de tener titulitis y pensar que las credenciales académicas garantizan el nivel intelectual o la calidad del trabajo de los ciudadanos o de sus dirigentes políticos y empresariales. “Gobernar bien requiere de sabiduría práctica y de virtud cívica, es decir, de las aptitudes necesarias para deliberar sobre el bien común y tratar de hacerlo realidad”, escribe.

El filósofo rechaza la supuesta ética del éxito y la sublimación de la singularidad y nos invita a cuestionar la mayor: ¿y si el éxito no se debiera solo al esfuerzo de cada uno sino a una suma de factores que lo posibilitan, entre ellos la suerte? Solo desde esa humildad se puede entender que quienes no ascienden no son necesariamente vagos ni tienen culpa. Quizás nos falta esa humildad.



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