Entrevista al equipo de El Orden Mundial, autores de «El mundo no es como crees»

“Cuando eliminamos un punto de partida claro y contrastado de los debates, le abrimos la puerta al todo vale”

¿Una república es por defecto más democrática que una monarquía? ¿Estados Unidos es el país más avanzado del mundo? ¿Ha aumentado o disminuido la desigualdad global? El equipo de El Orden Mundial, un medio de divulgación sobre las relaciones internacionales, desmonta el su último libro (El mundo no es como crees, Ariel, 2020) muchas creencias que llevamos años escuchando, cuando no repitiendo. Charlamos con uno de sus autores y codirector de EOM, Fernando Arancón, sobre las guerras culturales, la polarización y el ruido que nos impide enriquecernos de los demás.

-Vuestro libro empieza hablando de que nuestro entorno es interpretable, aunque no todo se presta a un análisis subjetivo. ¿Hemos caído en la trampa de pensar que algunas cuestiones internacionales son debatibles, de otorgarle un sesgo moral y, por tanto, cuestionable?

Sin duda. Aquí hay varios matices importantes: en el mundo existen realidades incontestables. Por ejemplo, que existe una cosa llamada Tratado de No Proliferación, que prohíbe que cualquier país tenga armas nucleares o fabrique más de las que ya tiene. Eso no es debatible. Existe así. Otra cuestión será que podamos debatir, porque eso sí es interpretable, la idoneidad de que esto exista, las consecuencias que podría tener uno u otro escenario, etc. Pero en el momento en el que eliminamos un punto de partida claro y contrastado de los debates, le abrimos la puerta al todo vale. Si todo se puede debatir, si todo se puede interpretar y no existen los hechos o las certezas, la capacidad de establecer puntos en común o soluciones a los problemas tiende irremediablemente a cero.

-Sin embargo cada vez pesan más el relato moral, las guerras culturales…


Hay que partir de la base de que intentar entender el mundo con las gafas de la moralidad es un ejercicio inútil. Al único sitio donde conduce esa visión es a generar dicotomías: quienes tienen una moral igual o similar a la mía (que obviamente serán los buenos) y quienes tienen una moral distinta u opuesta (que tenderán a ser los malos o gente cuestionable). Porque lo que uno nunca va a hacer es partir de la premisa de que su moral es la incorrecta, claro. Entonces eso marca todo. Y este relato de lo moral, que es el dedo que apunta a la Luna, está muy presente en nuestra Historia, sean las guerras de religión de hace siglos a la Guerra Fría. Pero la Luna, lo que importa realmente y lo que es útil para poder entender, son los intereses. El mundo se modela por intereses de muchos tipos distintos. Desde el punto de vista del análisis, una de las preguntas que siempre me han parecido más útiles es: ¿Quién sale ganando con esto? Porque con ella se entienden muchas cosas. Cabe decir que para poder responder esa cuestión a menudo hay que tener unos conocimientos profundos en el tema para saber qué piezas hay y cómo se conectan entre sí, pero en cualquier caso aclara mucho más que preguntarse quiénes son los buenos.

-El mundo, explicáis en el libro, no es más pobre ni más desigual que en el pasado. Y sin embargo la desigualdad relativa, al menos en Occidente, está aumentando, sobre todo a raíz de la pandemia. ¿Cómo se complementan estas dos realidades?

Aquí, de nuevo, influyen mucho las percepciones. Siento decir que el mundo no es nuestro mundo. Porque el mundo cada vez va mejor, pero el nuestro (Europa en general y España en particular), no. Vive un profundo estancamiento y lo peor es que no vemos ni el final del mismo ni las soluciones necesarias para ponerle fin. Y nuestro pensamiento como sociedad no concibe eso porque nunca se ha dado. El pacto que existe en nuestra sociedad (la española, en este caso, pero es extrapolable en buena medida a cualquiera occidental) es que la generación de los padres se mata a trabajar por la de los hijos para legarles una mejor posición económica y social a estos. Y ellos, a su vez, aplicarán lo mismo con sus hijos. Esto lleva ocurriendo así durante siglos, y es más, ese desarrollo se había acelerado en las últimas generaciones. En muchas familias de este país, el veinteañero que hoy se gradúa en la universidad es la primera persona que lo hace, porque lo probable es que sus padres tuviesen los estudios secundarios y sus abuelos, con suerte, sabían leer y escribir. Y en tres generaciones has pasado de tener que dejar el colegio para trabajar en el campo a tener estudios superiores. Ese salto es absolutamente espectacular. El problema es que ese pacto, que se lleva dando generaciones, hoy parece que se ha roto. Los jóvenes que hoy tendrían que estar pensando en cómo mejorar la vida de sus hijos ni siquiera se han ido de casa, o es que ni siquiera tienen trabajo (recuerdo el dato de más del 40% de desempleo juvenil). Y si tácitamente se ha roto ese pacto, tenemos dos opciones: asumir que está tocado y hay que sentarse para volver a encarrilarlo o asumir que está roto y que hay que estudiar qué tipo de pacto queremos diseñar para el futuro.

-¿Ves viable poder arreglar esa situación?

La cuestión es que ninguna de estas dos cosas está ocurriendo en nuestras sociedades; vamos a remolque de los acontecimientos sin ningún planteamiento de futuro. No hay pensamiento estratégico, solamente hay pensamiento táctico (incluso tacticista). ¿Qué debates de calado estamos abordando hoy? ¿Cuestiones relativas al modelo político y cómo fortalecer nuestras democracias? No. ¿Estamos hablando de qué modelo productivo queremos abrazar de cara al futuro? Tampoco demasiado. ¿Cómo queremos que sean nuestras sociedades y cómo podemos hacerlas más resilientes? En buena medida, no. Y mientras tanto, esa etapa de brutal prosperidad que en Occidente vivimos durante los siglos XIX y XX la viven ahora otros muchos países que estuvieron sumidos en la pobreza por generaciones. Y ellos, ahora, son mayoría. Nosotros una minoría en decadencia que, si no pone soluciones pronto, tendrá serios problemas en apenas unas décadas.


-Ninguno de los miembros de EOM habéis cumplido los 30. Habéis montado en menos de cinco años la revista de geopolítica más leída en español, que es además una empresa sostenible con miles de seguidores a ambos lados del Atlántico. ¿Sois tan disruptivos para el mundo de las relaciones internacionales como, por ejemplo, las fintech a los bancos?

Hacer sostenible una empresa sin tener experiencia en el mundo de la empresa y que esta sea un medio de comunicación sin tener experiencia en el mundo de la comunicación me parece quizá me parece el mayor logro, aunque sea en el plano más personal. Pero creo que el fruto de nuestro trabajo se verá muy en el largo plazo. Y está bien que sea así. Nuestro objetivo es trasladar conocimiento a la sociedad sobre lo que ocurre en el mundo, y no solamente informar, sino proveer poco a poco de las herramientas para que la sociedad sea más autónoma sabiendo interpretar los sucesos internacionales.

-¿Cómo nace El Orden Mundial?

En 2012, cuando veíamos las revueltas árabes y cómo Grecia colapsaba. Y luego vendría la guerra en Ucrania y el auge del euroescepticismo. En ese momento la atención que se le daba a esos sucesos era poca y el debate alrededor de los mismos era muy pobre (porque los grandes medios donde primero habían recortado era en las corresponsalías, que suele ser de lo más caro). Y cuando a la gente empiezas a explicarle todo eso de forma rigurosa, aportando contexto y tratando, simplemente, de que aprendan, la gente responde, pregunta y se interesa. No sabría decir hasta qué punto nosotros hemos conseguido influir en eso, pero sí sé que hoy en muchos telediarios se suceden tres, cuatro o cinco piezas de internacional seguidas, y eso era absolutamente impensable en este país hace una década. Y cuando pasa algo fuera, la gente se interesa más, porque poco a poco es consciente de que lo que pasa en el mundo tiene un impacto en nuestra vida. Y creo que la pandemia ha sido quizá el mejor ejemplo. Desentenderte de lo que ocurre fuera de tu mundo no te protege de ello, sino que te hace más débil.

-Los medios viven un momento difícil por la caída de la publicidad y casi todos están pasándose al modelo de suscripción, aunque venían de lo gratuito en Internet. ¿Por qué vosotros siempre optasteis por las suscripciones?

En EOM siempre hemos tenido una visión muy clara de nuestro modelo: si haces contenidos útiles y con valor para la gente, esta va a pagar por ellos. Y ese valor añadido no pasa por contar lo mismo que cuentan los otros veinte periódicos o agencias, sino por dar una profundidad analítica que no encuentras en ningún otro lugar. Cuando en el año 2017 lanzamos nuestro modelo totalmente profesional, ya con la suscripción, había muy poquitos medios que en España hubiesen implementado algo así. Ninguno era de los grandes. Y tuvimos que leer y escuchar mucho ¿Pero quién va a pagar por la información? ¿No sería más fácil tirar de publicidad? Pero en Estados Unidos llevaban casi una década con modelos de pago, igual que muchos años en Reino Unido, Francia o Alemania, y todas las revistas de temas internacionales en inglés, como The Economist o Foreign Affairs, habían adoptado el modelo hacía tiempo. Y en España no somos tan diferentes. La prueba de ello es que tres años después, con ese modelo nuestra empresa ya es rentable y prácticamente todos los medios escritos de este país han implantado, o están a punto de hacerlo, el modelo de suscripción. No creo que seamos unos visionarios por ello, simplemente adaptamos una solución que existía fuera a un problema que teníamos dentro.

-Apuntáis constantemente a las disonancias entre lo que pensamos y lo que ocurre en realidad en el mundo, en las instituciones, en los grandes vectores de cambio. Por ejemplo, en el tema de la emigración o en el peso del petróleo en el conflicto venezolano. Nunca hemos vivido rodeados de tanta información ni hemos tenido acceso a tantas fuentes. ¿Nos está aturdiendo el ruido? ¿Notáis que falta criterio?

Totalmente. Si lo pensamos, nuestra sociedad está llena de intermediarios del conocimiento que nos ayudan a filtrar qué es útil para nosotros y qué no. Los profesores son el ejemplo más evidente, pero también se puede ver en el médico que te hace un diagnóstico o en el arquitecto que ha diseñado tu casa y sabe dónde hay que colocar cada elemento para que no se te caiga el techo encima. Y la sociedad asume que son intermediarios legítimos para trasladarnos distintos conocimientos. Pero con el periodismo no ha ocurrido eso. Su legitimidad se ha resentido por la cantidad de errores cometidos a la hora de informar, desde mi punto de vista originados en modelos de negocio muy dependientes de vías de ingreso poco o nada compatibles con el rigor informativo. La consecuencia es que la gente no cree a los periodistas. Y ese tiempo coincide con el auge de los smartphones y las redes sociales. Los emisores de información pasan de ser unas pocas decenas y estar claramente definidos (prensa, radio y televisión) a ser miles, desde blogs a cuentas de Youtube o de Twitter, que reproducen lo que les viene en gana, algunas con rigor y otras muchas sin él.

Y a ello hay que añadirle plataformas de difusión nuevas, como Facebook o Whatsapp. Pensemos cómo acabaría la salud pública si cualquier persona, sin ningún tipo de control ni criterio en la sociedad, pudiese montarse una consulta médica y recetar lo que considerase. Habría médicos reputados y de enorme calidad, pero también habría muchos que recomendarían beber gaseosa para curarse un cáncer. Bueno, y esto ya pasa. Es el gran problema de internet y que vimos demasiado tarde: era una herramienta potentísima que pusieron en nuestras manos sin explicarnos cómo debía usarse y qué riesgos tenía. Porque la solución no es regular ni restringir, ni mucho menos. La solución es educar en un buen uso, tanto de internet en general como del consumo informativo en particular. Mucha gente no sabe reconocer la fuente de una información, y mucho menos interpretar qué implica eso, como tampoco se fijan en la fecha de publicación y otro sinfín de elementos informativos que son imprescindibles para un consumo correcto. ¿Acaso nosotros hacemos la compra sin mirar la fecha de caducidad de aquello que compramos? Pues esto es parecido, pero nadie ha enseñado nunca a hacerlo a la población general. Y ese descontrol genera una cantidad insoportable de ruido y deriva, por puro desconocimiento, en una falta de criterio muy nociva.

Esto, como es lógico, también afecta a lo internacional. Reducimos nuestras opiniones a unos pocos lugares comunes y otras tantas simplificaciones porque es lo que hemos visto en un vídeo de Youtube, lo que leímos de pasada en Twitter y por una cosa que llegó por Whatsapp. Genera una falsa sensación de criterio y de conocimiento (el efecto Dunning-Kruger) que, a veces, incluso vas a querer imponer al resto por ese exceso de confianza, aunque el andamiaje mental sea un despropósito. Venezuela es quizá el caso más evidente por lo exagerado que es: en EOM es el único país al que le hemos dedicado un triple artículo para explicar y contextualizar el pasado reciente y así tener margen para evitar simplificar en exceso. Pues aun así hay quien sale a decir que los artículos son una calamidad porque X (los chavistas o la oposición) son los buenos e Y (los chavistas o la oposición) son los malos, y como los textos no respaldan de manera aplastante su tesis, están mal. Y esto pasa más a menudo de lo que creemos: estamos perdiendo a pasos agigantados la capacidad de entender la visión de la otra persona (por mucho que consideremos que está errada), de construir argumentos basados en hechos, datos y estudios y no en percepciones o prejuicios, en pensar, investigar e informarte antes de tener que soltar cualquier comentario sobre el tema de turno. Si piensas que todo el mundo está equivocado menos tú, es probable que quienes no tienen ni idea no sean el resto…


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