El trauma social de las renovables

El trauma social de las renovables

Nadie discute la urgencia de impulsar la producción de energías sostenibles, pero la instalación de grandes estructuras está tensionando los entornos rurales.

No es casualidad que dos de las películas más célebres del último año en España anclen su arco dramático en las violentas fricciones que está padeciendo el mundo rural en su transición hacia la energía verde. En el filme As bestas, ganador de nueve premios Goya, la oferta millonaria de una compañía energética a las dos familias que habitan una aldea gallega para que le permitan instalar molinos eólicos es la fuente de un conflicto que termina en un homicidio. En Alcarràs, flamante ganadora del Oso de Oro, la trama consiste en un drama rural familiar sobre la desaparición de las actividades agrícolas, que gira alrededor de la intención de instalar placas solares en una parcela ocupada por un frutal de melocotonero. Tanto en As bestas como en Alcarràs, la producción de energías renovables en suelos agrícolas es fuente de conflictos y disputas familiares.

El mundo avanza rápidamente hacia la reconversión energética y el proceso está siendo mucho más traumático de lo que aparentaba. El objetivo es compartido por todos: debemos abandonar el uso de combustibles fósiles e implementar con urgencia fuentes de energía limpia. España además está llamada a ser una potencial mundial en este sector gracias a sus condiciones privilegiadas de luz solar durante todo el año. Pero la consecución objetivo está generando protestas muy agrias en todo el territorio, desde Galicia a Andalucía. También a lo ancho de Europa. En resumidas cuentas, los habitantes de los lugares donde se han instalado, o se pretenden instalar, megaparques energéticos no están en absoluto felices con el cambio. Ocurre en España, donde hace ya algunos años que los pueblos infestados de placas solares pierden atractivo turístico, además de ver como sus tierras son secuestradas por unos aparatos que no producen empleo más que en el momento de la instalación y no generan ninguna actividad económica. Debemos ir hacia una energía limpia, ¿pero a qué precio?

Ni siquiera las administraciones se ponen de acuerdo. Hay comunidades autónomas convencidas de que hay que pisar el acelerador y diseminar por todo el territorio grandes estructuras renovables, como es el caso de Andalucía, donde hay 1.020 proyectos de plantas renovables en trámite con una inversión potencial de 29.000 millones de euros. A raíz de ello, 70 municipios andaluces (el 9% de la región) han elevado una queja por la perspectiva de cambiar los olivares, los viñedos y los alcornocales por un mar de placas fotovoltaicas que no solo empobrecerán el paisaje, sino que dañarán la fauna autóctona y solo generarán un par de puestos de trabajo, lo que acelerará el desarraigo social en esos entornos. 

En sentido contrario al andaluz legisla la Comunidad Valenciana, donde se están minimizando las grandes estructuras y apostando por el autoconsumo, con un crecimiento mucho más lento pero respetuoso con las comunidades locales. Ingenieros y expertos ambientalistas debaten acaloradamente sobre cuál es el acercamiento más adecuado, dónde está el punto de equilibrio entre la urgencia de multiplicar las producción de energía renovable y el respeto a los entornos donde se instalan los megaparques.

Parece que el mundo está optando por la primera opción, la más agresiva con las comunidades locales y la biodiversidad pero también la que antes nos permitirá frenar el alarmante cambio climático. En los próximos cinco años, se construirá más energía renovable que en los últimos veinte. La Agencia Internacional de Energía (AIE) señala a China, India, Estados Unidos y Unión Europea como los principales motores del cambio, y pronostica que en 2027 la capacidad renovable crecerá en 2,4 teravatios, el equivalente a toda la producción de electricidad de China.

En esta vorágine se producen situaciones contraintuitivas: grupos ecologistas ponen pie en pared contra los grandes proyectos de energía renovable y las multinacionales de la energía, entre ellas algunas petroleras, abrazan la producción verde. Hasta la líder juvenil Greta Thunberg protagonizó una protesta ante el gobierno noruego para cancelar la instalación de una gran estructura de energía eólica en Laponia, cerca del Círculo Polar Ártico, por considerarla “colonialismo climático”. Estamos en un punto de inflexión y las piezas se recolocan siguiendo lógicas a las que no estábamos habituados.

También hay expertos climáticos y divulgadores que señalan la energía nuclear como la solución a todos nuestros desvelos. En Francia, el ingeniero y ambientólogo Jean-Marc Jancovici encabeza un movimiento pronucleares que tiene un importante respaldo social y profesional. Lo novedoso de Jancovici es que hace su aproximación desde las lógicas ecologistas. En síntesis, Jancovici defiende que la energía nuclear es la verdadera transición verde, muy por encima de la eólica y la solar, ya que las centrales no emiten CO2, ocupan poco espacio, requieren poco material y producen pocos residuos, aunque no niega que son altamente peligrosos. Para el ingeniero, apostarlo todo a la eólica y la solar es un suicidio porque no tenemos tiempo material para revertir el cambio climático. Con el fin de divulgar sus ideas, Jancovici ha publicado una cómic titulado El mundo sin fin (Norma Editorial, 2022) que ya es un fenómeno cultural en su país con centenares de miles de ejemplares vendidos.

¿Hay tiempo para tener sensibilidad con los entornos naturales y la vida rural o realmente la situación es desesperada y no hay margen de maniobra? Es imposible a día de hoy tener una respuesta clara, pero es probable que antes de que termine la década tendremos la fotografía mucho más clara.

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