El impacto de un magnicidio

Cada vez se producen menos asesinatos de alto nivel, pero cuando ocurren, sacuden el mundo. La muerte de Shinzo Abe engrosa una larga lista de crímenes que cambiaron la historia

Un magnicidio suele cambiar el rumbo de una nación, a veces de un continente entero. No hay que remontarse a tiempos pretéritos para comprobarlo. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria el 28 de junio de 1914 en Sarajevo fue la chispa que incendió Europa con la Primera Guerra Mundial. El asesinato del presidente John F. Kennedy en 1963 dio pie a un periodo oscuro y paranoico en Estados Unidos, y su muerte sigue siendo un misterio a día de hoy. Igual que el asesinato de Abraham Lincoln a manos de un fanático contrario a la abolición de la esclavitud en 1865. Aunque el magnicidio por excelencia es el del emperador romano Julio César en el año 44 a.C., a quien se atribuye la frase cumbre de la traición humana: “¿tú también, hijo mío?”.

Días atrás, un ciudadano anónimo asesinó al expresidente japonés Shinzo Abe mientras pronunciaba un mítin electoral. Las imágenes son impactantes, como lo son siempre en estos lances. Un segundo antes, vemos al mayor referente político de Japón de este siglo hablando enérgicamente. Un segundo después, vemos a un hombre muerto a causa de dos disparos por la espalda. Nuestra primera reacción es la incomprensión. Un magnicidio es tan inusual y perturbador que nos aberra y atrapa a partes iguales. Cuánta literatura ha pivotado en este tipo de asesinatos, o en la conspiración en la sombra para ejecutar uno.

En España todavía recordamos el último gran magnicidio, el del presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco. El periodista Francisco Pérez Abellán concluye en su ensayo ‘El vicio español del magnicidio’ (Planeta, 2018) que España es terreno abonado para los grandes atentados, y que a través de él se ha cambiado al menos cinco veces la historia de la España contemporánea. Ningún otro país ha presenciado tantos altos asesinatos en solo un siglo. Prim, Canalejas, Cánovas, Dato y Carrero Blanco, todos ellos presidentes del Gobierno, fueron asesinados en circunstancias “escandalosamente extrañas”, dice Pérez Abellán. ¿Qué habría sido de España de no mediar los volantazos históricos provocados por estos atentados? 

“Los criminales acaban saliendo de rositas o siendo ajusticiados a toda carrera para que se acabe el tema aquí, pero no se llega nunca al conocimiento de qué papel hizo cada uno a la hora de matar, excepto cuando aparece un cabeza de turco como en el caso de John. F. Kennedy”, contó Pérez Abellán en RNE. El autor resalta el papel pionero de España en este fenómeno: “Prim [general asesinado en 1870] es el primer asesinato industrial de toda la historia. Prim da pábulo para que sobre su crimen se planee el asesinato de JFK: [diseñar] una ratonera de la que no pueda escapar, con asesinos en cada esquina. Prim tenía tres itinerarios y por ninguno podía llegar a casa vivo”. Un análisis profundo de los grandes magnicidios demuestra, según Pérez Abellán, que las explicaciones oficiales habituales, que señalan casi siempre a lobos solitarios perturbados e impredecibles, no son más que “paparruchas”.

Los magnicidios pueden ser muy diversos: el asesinato del ‘beatle’ John Lennon en Nueva York puede ser considerado como tal. También encontramos el opuesto: intentos de asesinato repetidos y fracasados. El mayor exponente mundial es Fidel Castro, víctima de infinidad de tretas para acabar con su vida y modificar así el futuro de Cuba. Nunca lo lograron. Luego esos intentos fueron agitados como arma de propaganda interna para reforzar el régimen.

 

En el Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad George Washington de Estados Unidos se subraya lo delicado de estas operaciones: “El asesino debe ser un fanático de algún tipo. Política, religión o venganza son casi las únicas razones plausibles. Puesto que el fanático es inestable psicológicamente, debe de ser manejado con extrema precaución [por los ideólogos del crimen]”.

La mayoría de magnicidios contemporáneos responden a este patrón, el de un lobo solitario inestable. No obstante, como también sugiere Pérez Abellán, se suele soslayar el segundo componente: la gestión en la sombra de un grupo de poder que contrata a esa mano ejecutora. En el reciente asesinato de Shinzo Abe parece cumplirse uno de los motivos: la religión. Al parecer, el ejecutor tenía rencor contra una iglesia con la que creía que Abe tenía vínculos. Nada se sabe de posibles ideólogos en la sombra, aunque al tratarse de un dirigente ya retirado, la alta conspiración pierde bastante sentido.

El asesinato de Abe nos conecta con la concepción del Estado primitivo, con sus obsesiones y con la propia naturaleza humana. Por eso nos repulsa y nos atrae. Lo ocurrido en la tranquila ciudad japonesa de Nara nos une de algún modo con la antigua Roma, el avispero por excelencia del magnicidio, donde todo dirigente, no digamos ya el emperador, estaba expuesto a la alta traición. También nos conecta con la historia revolucionaria de mediados de siglo XX en el tercer mundo, escenario de grandes crímenes como los de Mahatma Ghandi, Rafael Trujillo o Anwar Sadat. Pues el magnicidio no es más que la derivada más macabra de la creación del Estado, en el que quien ostenta el poder trata de blindarse de aquellos individuos que quieren subvertir el orden mediante el caos o la revolución. Cuando estos logran su objetivo es cuando el mundo da una sacudida.

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