El don de olvidar

El don de olvidar

El don de olvidar

Gabriel García Márquez nos recordó en su autobiografía Vivir para contarla (Mondadori, 2003) que en la vida también nos acompañan recuerdos falsos. No son mentiras ni autoengaños, sino hechos que ocurrieron y que han sido distorsionados bien por el paso del tiempo, bien por la memoria compartida con otras personas que también lo vivieron a su modo, y cuya mezcla moldea nuestra propia vivencia. García Márquez expone como ejemplo uno de esos falsos recuerdos: la casa en la que su madre pasó la noche de bodas y que formaba parte de la memoria familiar. Cuando el escritor conoció la casa, años después, nada tenía que ver con aquella evocada por su madre. Y de ahí el autor sacó una interesante reflexión. «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». O dicho de otro modo, ¿es más real la casa o el recuerdo que se tiene de ella?

Nuestra memoria almacena vivencias pasadas y lugares a su antojo, y son esos recuerdos los que nosotros tomamos por realidad. Nuestra mente no solo reconstruye, sino que selecciona qué elementos recordamos y qué detalles mandamos al sumidero de nuestra existencia, que por cierto son casi todos. Porque el acto de olvidar es tan importante como el de recordar, y tan sano está un cerebro capaz de fijar recuerdos en sus redes neuronales como aquel que puede deshacerse del enorme lastre de lo vivido. Olvidar es no solamente humano, sino fisiológicamente necesario.

Jorge Luis Borges tiene un relato icónico a cuenta de la memoria y del olvido titulado Funes el memorioso. El protagonista sufre de hipermnesia, un trastorno que consiste en almacenar y recordar una cantidad asombrosa de información o de datos. Todos los detalles de su vida, hasta los más nimios, eran almacenados por Funes y eran imposibles de borrar. Y se encontraba así el afectado no con un don casi divino, sino con una insufrible pesadilla. Pues nuestra mente evoluciona y necesitamos eliminar recuerdos y conocimientos pasados para fijar los nuevos.

Decía Borges: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. Borges relata cómo su protagonista necesitó un día entero para evocar los recuerdos de un día concreto, tan vasta y bruta era su memoria. “Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez”.

Esta hipérbole nos advierte de que nuestro cerebro necesita seleccionar unos recuerdos y eliminar otros. «Las posibles consecuencias de retener todos los detalles de cada experiencia podrían ser una mente muy desordenada y la incapacidad de distinguir entre experiencias relevantes e irrelevantes», afirmó en una entrevista Daniel Schacter, profesor de psicología de la Universidad de Harvard y autor de Los siete pecados de la memoria (Ariel, 2003). «El hecho de que no codifiquemos y retengamos todos los detalles de cada experiencia nos hace propensos al olvido, pero, en conjunto, es probablemente algo bueno porque acabamos recordando las cosas más importantes».

Sin ese mecanismo cerebral sencillamente no podríamos evolucionar como especie. Pues la memoria no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para ayudarnos a tomar decisiones. Aprendemos de lo vivido, tanto de lo bueno como de lo malo, y eso nos ayuda en nuestra supervivencia. Sin el recuerdo de la cadena de decisiones que nos conduce a enfrentarnos a un peligro mortal, no podremos evitar enfrentarnos de nuevo a él, y tal vez en esta ocasión el desenlace sea fatal. Lo mismo ocurre con los sucesos gratificantes, como es la obtención de alimento. El valor del olvido va más allá y afecta a lo emocional. Sin poder eliminar recuerdos, los sentimientos de amor y atracción tampoco lo harían, lo que haría imposible dejar las relaciones amorosas. Nuestro tejido social sería un absoluto caos en todas sus capas.

 A veces ocurre que queremos echar mano de un recuerdo destacado y ya no lo tenemos almacenado, o nos cuesta acceder a él, y eso no debería frustrarnos. Pues recordar «cuándo ocurrió un acontecimiento es uno de los aspectos más vulnerables de la memoria, independientemente de la edad», afirma Schacter.

El asunto de la memoria y sus fallas copa la política mundial desde hace unos años. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, es sujeto de escarnio por sus sonoros lapsus de memoria casi desde el inicio de su legislatura. Se le tacha de persona con inicio de demencia, se dice que es incapaz de gobernar, se le somete a escarnio y burla, al punto de poner en duda su misma autonomía como individuo. Más allá de valorar (solo sus médicos lo sabrán) el alcance de los olvidos del presidente, lo que se viene a decir es que una persona mayor que olvida fechas o intercambia nombres es por definición incompetente y potencialmente enferma.

Si bien la potencia bruta de nuestra memoria alcanza su punto álgido a los veinte años, los investigadores coinciden en que los cerebros mayores suelen ser más hábiles que los jóvenes a la hora de filtrar información irrelevante o de establecer conexiones entre experiencias, porque han tenido más de ellas. «Un cerebro mayor es un cerebro más sabio. Tiene experiencia de la que echar mano», afirma Earl K. Miller, neurocientífico del MIT. Por eso «no deberíamos tener prejuicios sobre la edad».

«Quizás necesitemos comprender el proceso de olvido, cómo funciona, por qué está ahí, para encontrar una mejor manera de abordarlo si se sale de control», prosigue Miller. De este modo podríamos entender mejor las claves de la pérdida de memoria asociada con la enfermedad de Alzheimer y otras formas de demencia, y también comprender el rol de la memoria en nuestro universo cognitivo.

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