Datos y piel

¿Qué sabemos, con qué seguridad lo sabemos y qué sabemos que no sabemos?” Así resume Nate Silver el podcast que dirige sobre la pandemia.

Este estadístico es escritor y fundador de  FiveThirtyEight, uno de los medios pioneros en periodismo de datos en Estados Unidos. Se hizo famoso, entre otras cosas, por predecir casi al detalle los resultados electorales de 2008 y 2012. Siempre apoya las historias en datos estadísticos y huye de las opiniones sin respaldo numérico.

Durante unos años, Silver encarnó lo que apenas hacíamos en Europa: un periodismo destilado de números. Pero las cosas han cambiado. En 2017 nació la red colaborativa European Data Journalism Network (EDJNet). Hasta hoy ha tratado temas que permiten entender el continente en toda su complejidad gracias a los datos, desde lo que ocurre en las prisiones en tiempos del covid al acceso a la reproducción asistida.

Aunque falta un consenso internacional sobre cómo deben recogerse, almacenarse y tratarse, los datos han ido ganando peso en todos los sectores económicos: para las empresas son una fuente de información sobre sus clientes y competidores. Para los estados, pura seguridad nacional. Para los ciudadanos son un mapa para entender realidades complejas: ¿Ha aumentado la desigualdad o se ha reducido? ¿Está bajando realmente la incidencia del coronavirus? ¿Cuándo se desbloqueará el atasco de las vías marítimas por las que llegan las mercancías desde China?

Y, sin embargo, los datos sirven mucho menos si no les añadimos historias. El psicólogo cognitivo Jerome Bruner estimó en su libro Actual Minds, Possible Worlds que tenemos aproximadamente 22 veces más posibilidades de recordar un hecho si forma parte de una historia. Esto han defendido siempre cronistas como, por ejemplo, la bielorrusa Svetlana Alexiévich, que en 2015 ganó el Nobel de literatura por sus novelas polifónicas. Alexiévich describe la catástrofe de Chernóbil o la caída de la Unión Soviética a través de sus protagonistas. Los datos se destilan de las historias. En algunos casos, el lector necesita ir a buscar una cronología, una cifra, para situarse. Pero nunca pierde el hilo porque la piel lo sostiene.

Cuando la emoción no tiene sustrato informativo corremos el riesgo de quedarnos en la anécdota. O, peor aún, de que alguien use a sabiendas lo emocional para transmitirnos un relato falso. El ejemplo más cercano lo tenemos a diario al abrir Internet: las falsedades sobre la pandemia llevan casi dos años pululando por la Red gracias a los negacionistas y los antivacunas.

Una sociedad bien informada es la que tiene acceso a testimonios de peso. Y al mismo tiempo sabe poner los números en perspectiva, con todo su significado. Como se suele decir, dato no mata relato. No deben ser excluyentes entre sí. Al contrario, para entender lo que nos pasa los necesitamos bien imbricados.

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