Decidir qué opiniones y actitudes son socialmente aceptables y cuáles son tóxicas es la principal batalla de la feroz guerra cultural.
Scott Adams, creador de la tira cómica Dilbert, muy popular en Estados Unidos por su humor ácido, fue objeto de una campaña masiva de cancelación días atrás. Adams fue señalado por haber defendido que las personas de raza negra son un “grupo de odio” y que los blancos deberían “alejarse de ellas”. Para tal afirmación, Adams se basó en un sondeo que señala que el 53% de los estadounidenses negros opina que “no está bien ser blanco”. La avalancha de acusaciones de racismo alarmó a varios periódicos que publican las tiras de Dilbert desde hace años, quienes en un acto de principios, o tal vez por miedo a ser señalados ellos también, despidieron a su autor. Esto hizo estallar una cruenta disputa dialéctica entre quienes consideran que alguien que atiza el racismo ha de ser enviado al ostracismo social y los que se echan las manos a la cabeza por lo que consideran una histérica campaña de puritanismo y sectarismo ideológico.
El caso de Scott Adams pone sobre la mesa un dilema ancestral: ¿las opiniones personales de un artista anulan el valor de su obra? ¿Que un autor diga estupideces, o que nos parezca un ser humano despreciable, es razón suficiente para censurar su trabajo y practicarle un cordón sanitario? ¿Quién decide que una persona es socialmente tóxica y en base a qué criterios?
Este dilema entre si nuestra valía humana debe ser el baremo de nuestra valía profesional, y sobre todo quién y cómo decide eso, se ha convertido en uno de los pilares de la guerra cultural de nuestro tiempo y tiene un nombre: cultura de la cancelación. Se trata de un movimiento originado en Estados Unidos y que rápidamente se ha propagado por Europa. Básicamente, consiste en señalar y censurar a aquellas personas o empresas que hayan asumido actitudes, comportamientos u opiniones socialmente reprochables, aun cuando dichas conductas no constituyan un delito. Hacer un comentario con aire racista o machista, tener opiniones políticas reaccionarias o no mostrar el decoro exigido por la corriente de opinión mayoritaria, son motivo de una campaña de cancelación pública cuyo objetivo es aniquilar social y económicamente al destinatario. El tribunal que juzga la rectitud de las opiniones es un ente volátil, ubicuo, que suele manifestarse a través de las redes sociales, donde las campañas algunas veces trascienden a los medios de comunicación y finalmente a la opinión pública.
El asunto es mucho más profundo que el clásico humorista que se pasa de frenada y es socialmente condenado, o ese escritor que cae mal por sus opiniones ultramontanas, como puede haber ocurrido con el creador de Dilbert. La cultura de la cancelación permea a todas las capas de nuestra sociedad, a todos los ambientes profesionales e intelectuales. En Estados Unidos el fenómeno es un incendio fuera de control. Conferenciantes cancelados a última hora porque alguien descubrió que un día tuvo una opinión controvertida, profesores de universidad que pierden su empleo por sostener teorías que ofenden el sentir social del momento o científicos que son apartados de laboratorios punteros porque se han salido del carril de la corrección política.
Se puede debatir largamente si la cultura de la cancelación es un hito hacia una sociedad más tolerante e inclusiva y por lo tanto mejor, o es una regresión histórica a tiempos oscuros. Lo indiscutible es que el fenómeno es implacable. Según una encuesta realizada por la consultora College Pulse en el año 2020 sobre libertad de expresión en la universidad americana, un 60% de los alumnos tiene miedo a expresar su opinión por temor a ser cancelados y consecuentemente convertidos en apestados sociales. Una encuesta realizada en Reino Unido por la empresa de análisis de mercados YouGov en el año 2022 muestra que más de la mitad de los británicos se autocensuran por temor a ser juzgados. En mayo de 2020, la escritora J. K. Rowling, que justo había padecido el fuego de la cancelación por comentarios presuntamente tránsfobos, firmó con otros 150 escritores ilustres, como Salman Rushdie y Margaret Atwood, una carta abierta para advertir del peligro de esta falta de tolerancia, que para unos es perniciosa para la libertad de expresión y para otros justamente es su salvaguarda.
Como es habitual, España anda varios estadios por detrás, pero los efectos de la cultura de la cancelación ya son visibles y objeto de arduo debate. Visibles, desde luego, para centenares de personas anónimas que ven como una opinión suya en redes sociales les convierte en diana de una campaña de insultos y señalamiento, hasta el punto, en ocasiones, de interpelar a la empresa donde trabaja el afectado para que tome cartas en el asunto. “Estamos perdiendo la realidad, la historia, y convirtiendo la cultura en un cuento para niños temerosos y malcriados que no soportan el menor rasguño, pero pueden empujar a la nada a quienes no comparten su visión. Debemos prepararnos para sobrevivir a los puñales envueltos entre algodones”, considera la filósofa y escritora Rosa María Rodríguez Magda.
El escritor Gonzalo Torné, en su ensayo, La cancelación y sus enemigos (Anagrama, 2022), sostiene la tesis contraria. “Salvo en casos muy puntuales, la cancelación no existe”, afirmó un par de meses atrás en la revista Ethic. Torné señala que las alertas por esa presunta cultura de la cancelación provienen siempre de las élites culturales, quienes asisten con incomodidad a lo que Torné llama la “emancipación de las audiencias”, es decir, el público se vuelve soberano gracias al altavoz de las redes sociales y exige, cuestiona y expresa sus gustos sin el filtro de los medios de comunicación. “Curiosamente, la ampliación solo molesta cuando son las minorías o los colectivos débiles los que se revelan influyentes y poderosos. (…) Adiós a la torre de marfil, estas son las nuevas reglas del juego”, dice el autor, quien subraya que “vivimos en una edad de oro de la libertad de expresión, y estas conquistas son siempre frágiles”.
El filósofo y pedagogo José Antonio Marina considera que tal vez “un modo justo de enfocar el tema es el propuesto por Sunny Hostin y Levar Burton [figuras televisivas de EE.UU.], que sugieren cambiar la ‘cultura de la cancelación’ por la ‘cultura de las consecuencias’. Cada palo que aguante su vela, pero tras una evaluación justa”. Parece una solución ecuánime, pero no da respuesta a la raíz del problema: ¿quién y con qué autoridad decide qué opiniones o actitudes deben ser canceladas cuando no se ha incurrido en ningún delito?