La espiral del ego

La espiral del ego

La espiral del ego

Dice el periodista Alejandro Pérez Polo que “nos ha tocado vivir una época que celebra el ego por encima de todo lo demás”. Las redes sociales son el altar del amor a uno mismo, el escaparate público de nuestras vidas, anodinas la mayoría de los días, que sin embargo elevamos a la categoría de relevantes para el prójimo. Y en esas invertimos nuestro tiempo libre y competimos, unos con los otros, por no quedar desdibujados en el tramposo juego de los espejos. Es la espiral del ego.

“Hoy, un perfil en redes sociales nos permite generar un club de fans de nosotros mismos, al tiempo que nos abre a una sensación de reconocimiento cuando ya no hay grupo al que pertenecer”, indica Pérez Polo en la presentación de su ensayo Tú no eres especial. Mascotas, selfies y psicólogos (Akal, 2023). En las últimas palabras de esa afirmación está la raíz de todo. Somos egoístas porque la tecnología nos empuja a ello y potencia nuestro narcisismo, es cierto, pero esta disonancia es producto de la desaparición progresiva del sentido de comunidad. Un “vacío existencial”, en palabras de Pérez Polo, quien en su ensayo analiza y trata de encontrarle una explicación sociológica al fenómeno.

Los psicólogos Jean M. Twenge y Keith Campbell son dos de los mayores expertos en el culto al ego contemporáneo, autores de La epidemia del narcisismo (Cristiandad Ediciones, 2018). “Imaginamos el narcisismo social como un taburete que reposa sobre cuatro patas”, resumen gráficamente los autores. “Una pata tiene que ver con la educación, incluyendo la permisividad de padres y madres y una educación centrada en la autoestima. La segunda pata es la cultura mediática de la fama superficial. La tercera es internet: a pesar de sus muchos beneficios, la red también sirve como conducto para el narcisismo individual. Finalmente, el crédito fácil hace que los sueños narcisistas se hagan realidad. La inflación narcisista del yo fue la hermana gemela de la inflación crediticia. Ambas son burbujas, pero la del crédito reventó antes”.

La tendencia no es nada halagüeña. Según datos del año 2023, cerca de 1.226 millones de personas usan cada mes la red social Instagram. Por su parte, su competidora TikTok, la preferida por los adolescentes y veinteañeros, suma 1.218 millones de usuarios activos al mes. Mientras que Instagram, con una edad promedio que va de los 30 a 50 años, se estabiliza en usuarios, TikTok, el escaparate de los más jóvenes, crece disparada año tras año.

En 2016, un estudio llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Bergen, en Noruega, profundizó entre la relación de las redes sociales con la salud mental. Participaron 23.500 personas de entre 16 y 88 años. El objetivo del estudio fue determinar si realmente existía una relación entre la adicción a las redes sociales, el ego y la autoestima. Los investigadores concluyeron que alimentar los perfiles propios en las redes sociales puede ser “gratificante para las personas que tienen rasgos narcisistas en particular” y que potencian ese rasgo de la personalidad que todos tenemos en distinta medida. Pero subrayaron que el uso de las redes y la necesidad, en ciertos casos adictiva, de publicar al mundo nuestra vida por fascículos no era solo una cosa de personas narcisistas, sino fundamentalmente de individuos emocionalmente equilibrados.

«El motor de la red social es el ego”, sostiene la periodista experta en ciberseguridad y tecnología Marta Peirano. “Compiten con nuestros amigos, nuestros hijos, nuestro trabajo, nuestras horas de ocio y de descanso. Sustituyen lo que nos da placer por algo que solo imita los mecanismos del placer”. La egolatría y el sentirse único y especial trasciende a la redes sociales e impregna a todas las capas de nuestra vida en sociedad. Es el familiar o el amigo que muestra una superioridad moral incontestable, es el compañero de trabajo que necesita restregarte todos sus viajes, todos sus almuerzos en buenos restaurantes. Es el futbolista de élite que necesita exhibir sus prosaicas riquezas.

El filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky hizo referencia al fenómeno de manera tangencial en su ensayo De la ligereza (Anagrama, 2016). “La sociedad contemporánea pone en valor al individuo, cierto, y le da más poder sobre sí mismo para decidir sobre su vida, pero al mismo tiempo aumenta su fragilidad”, dijo en una entrevista en El País. “La sociedad individualista te ofrece condiciones de vida ligeras (placer, turismo, bienestar, tecnología) pero la vida es un peso. El consumo es ligero pero se vuelve una carga, se vuelve un trabajo si el presupuesto no es tan grande como tus necesidades».

«Vivimos inmersos en la era del éxito social, reflejado en la belleza exterior, la popularidad y el acceso a los signos de riqueza material», explica José Carrión, especialista en Psicología Clínica del gabinete Cinteco, en el diario El Mundo. «También en la necesidad de mostrar una aparente felicidad consecuencia de todo lo anterior. Si le sumamos la difusión inmediata, constante y eficaz que nos facilitan las redes sociales, cerramos el círculo».

La era del egocentrismo no es responsabilidad única de los jóvenes. Alcanza a todo el espectro social y se refleja, entre tantas otras cosas, en la elección de los nuevos líderes mundiales. Donald Trump parecía un cisne negro allá en el año 2016 cuando fue elegido presidente de Estados Unidos, pero tras él se han ido sucediendo en tromba cisnes negros que ya no lo son tanto, como acaba de ocurrir con el presidente de Argentina Javier Milei. Personas que, más allá de la valoración ideológica de cada cual, hacen de la egolatría el rasgo principal de sus caracteres.

“Es complicado romper con la idea de que somos seres únicos e irrepetibles, porque a veces el único refugio que podemos tener ante un mundo tan salvaje y competitivo es nuestro propio Yo”, afirma Pérez Polo, quien aboga por la urgencia de “recoser lazos, de ser muy consciente de que nadie aquí es tan importante como dice ser, pero que en conjunto sí somos fuertes y relevantes”. Es pues la comunidad, como en tantos otros aspectos, el mejor antídoto a los perjuicios del egocentrismo.

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