El gobierno británico no solo está midiendo el impacto del Brexit en las exportaciones o la ciberseguridad, sino también en el bienestar de los ciudadanos. Satisfacción vital, ansiedad y felicidad son variables que ya tiene en cuenta el Instituto Nacional de Estadística y que, aunque pueden estar directamente relacionadas con el empleo o las perspectivas de crecimiento económico, ahora se cuantifican por separado.
¿Debe el gobierno encargarse del bienestar -un concepto abstracto y distinto para cada individuo, como la felicidad- o limitarse a proveer estabilidad, crecimiento y reducir la desigualdad? Esta pregunta fue recurrente durante el siglo XX. Hoy vuelve al debate en un Occidente lastrado por el bajo crecimiento, el estancamiento salarial y la disparidad de rentas. Los partidos socialdemócratas viven horas complicadas, se expanden los discursos demagogos y populistas y el contrato social necesita reajustes.
Nueva Zelanda fue pionera en aprobar un presupuesto nacional centrado en bienestar, el Wellbeing Budget, el pasado mes de mayo. Según declaró entonces la primera ministra, Jacinda Ardern, decidieron ir más allá del crecimiento y del Producto Interior Bruto porque este no garantiza la mejora del nivel de vida ni mide cuánta población se beneficia y cuánta se queda atrás. Era la primera vez que destinaban tanto dinero a salud mental (1.900 millones de dólares), la lucha contra la pobreza infantil (1.000 millones) y la violencia intrafamiliar (320 millones).
La oposición insiste en que el plan es electoralista y que ya existían programas específicos para cada línea de acción sin necesidad de un paraguas de marketing.
Otros investigadores apuntan a que diseñar un plan en torno a un concepto tan personal como la felicidad es paternalista e impone un determinado marco conceptual (¿y si a uno no le hace feliz lo que las autoridades determinan que produce felicidad?). La clave, subrayan, es elevar los ingresos reales de la población para que pueda mejorar su dieta, llenar el depósito o tener más margen para el ocio.
En esta línea se sitúan los economistas Betsey Stevenson y Justin Wolfers, de la Universidad de Pennsylvania, que en 2008 refutaron la llamada Paradoja de Easterlin, uno de los pilares de la economía de la felicidad. Richard Easterlin en 1974 estableció que el dinero no garantiza más felicidad una vez cubiertas las necesidades básicas. Stevenson y Wolfers, sin embargo, probaron que la satisfacción vital es mayor en los países con mayor renta per cápita. Easterlin, entonces, admitió que eso era cierto, pero que él no creía que la felicidad de los más ricos se debía únicamente a su patrimonio y que en sus respuestas a la encuesta intervinieron otros factores culturales.
Una de las muestras del sesgo cultural de la felicidad se ve en gobiernos autoritarios que han incorporado ese término al tiempo que violan derechos fundamentales. Es el caso de Emiratos Árabes Unidos y Bután, donde la felicidad es un concepto prioritario en las políticas públicas. En EAU incluso existe un plan nacional. Sin embargo, en ambos países se reprime a activistas y se viola el derecho de asociación.
La pasada cumbre de Davos, la primera ministra neozelandesa vinculó su iniciativa a restaurar la credibilidad institucional, a cumplir expectativas de los ciudadanos y a generar confianza más allá de lo ideológico. Una forma de ganar la batalla a los populismos que prometen, ellos también, cuidados y felicidad.
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