La mayoría de ensayos para implantar la semana laboral de cuatro días son altamente exitosos. El futuro pasa por trabajar menos horas, pero no todos los sectores se beneficiarán igual
Trabajar más horas no hace más productivo a un empleado. No existe una correlación entre ambas variables. Al contrario, nuestro rendimiento disminuye progresivamente con el paso de las horas, hasta el punto de navegar a la deriva en los instantes previos al fin de la jornada o al parón para el almuerzo. Son tiempos improductivos, estériles para la compañía y para el empleado. Desde hace unos años, existe un movimiento político y también social en favor de la semana de 32 horas, repartida en cuatro días laborables de ocho horas manteniendo el mismo salario. El debate está ya en los parlamentos y en la arena pública.
En líneas generales, todos los ensayos para dinamitar la semana clásica de 40 horas en cinco días laborables obtienen resultados positivos. En Reino Unido, un programa piloto en el que participan 73 empresas y unos 3.300 empleados está dando unos resultados excelentes, en base a las opiniones expresadas por empleadores y empleados. Se trata de un ensayo de seis meses en el que participan las universidades de Oxford, Cambridge y Boston y que acaba de alcanzar su ecuador. La premisa es sencilla: 32 horas semanales, ocho horas al día, cuatro días laborables, mismo salario. Cinco de las 41 empresas que respondieron a un cuestionario dijeron que era “probable” o “altamente probable” que se plantearan seguir con la semana de cuatro días una vez termine el programa piloto en noviembre. De las 41 empresas, 39 dijeron que la productividad es o bien la misma que antes o había aumentado. Entre ellas, seis empresas dijeron que la productividad había aumentado notablemente. Firmas de banca, servicios de salud, moda u hostelería participan en el programa.
La semana de cuatro días es una de esas promesas que se llevan haciendo 50 años y que suenan a un mundo futurista, casi ilusorio, como el de los coches voladores o los androides. Sin embargo, su interés se ha disparado con la pandemia, que ha ensalzado el valor de nuestro tiempo fuera de la oficina o de la fábrica. Muchos, en casa, han vivido una epifanía: han trabajado más concentrados, han sido más productivos, y al mismo tiempo han ganado un tiempo impagable para dedicar a sus familias y a sus aficiones. La semana de cuatro días, si bien es muy anterior a la pandemia, es hija del mismo espíritu que promueve el trabajo remoto y la flexibilidad laboral.
La lista de acercamientos es extensa. Antonio Costa, primer ministro de Portugal, hizo de la semana de cuatro días una promesa electoral clave en su campaña de enero de este año; la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, también la llevaba en su programa; Islandia ya ha reducido el número de horas de sus trabajadores públicos sin tocarles el sueldo; Bélgica permite comprimir las 38 horas semanales en 4 días si los empleadores están de acuerdo, aunque en este caso no se reduce la carga laboral; en Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Arden abandera el cambio de paradigma, y grandes empresas ya lo aplican aunque no está implantado oficialmente. Previo al ensayo de Reino Unido, que destaca por ser el más ambicioso hasta la fecha, se han realizado experimentos similares en Suecia, Canadá, Alemania o Irlanda con conclusiones ilusionantes.
En España, el partido Más País ha hecho bandera de esta medida, y los actores sociales llevan tiempo debatiendo su idoneidad. Porque la semana de cuatro días no es un bálsamo universal para todos los mercados laborales. Llevarla a sistemas con déficits productivos podría generar un caos indeseado, y España se sitúa en el furgón de cola de la eficiencia laboral dentro de la OCDE. Partimos de un problema de salarios bajos, con un sector servicios de bajo valor añadido muy masivo (42% de las empresas españolas) y una industria que ha competido tradicionalmente en precio, como es la del automóvil o la petroquímica. Los gigantes de esos sectores producen en España no por su alta capacidad productiva, sino porque ofrece los costes laborales más bajos de Europa occidental. Así, tanto el sector servicios como el automovilístico, por poner solo dos pilares de la economía española, precisarían remodelar sus dinámicas productivas antes de implantar la semana de cuatro días. Y eso, a priori, podría restar competitividad a España ante los ojos de grandes corporaciones que emplean a cientos de miles de personas.
Esto no impide que algunas empresas se hayan lanzado a por la semana de cuatro días. Ejemplos como la firma de software Delsol, en Jaén, son muy inspiradores. Los beneficios de la semana de cuatro días son incuestionables. Conciliación familiar, incremento del tiempo de ocio, más descanso y, en definitiva, mayor felicidad. Del lado de la empresa: mayor eficiencia de los empleados, mayor motivación y compromiso con el proyecto y, si atendemos a la encuesta del ensayo de Reino Unido, un interesante incremento de la productividad. Sin embargo, una implementación precipitada puede conllevar una brecha todavía más profunda entre sectores laborales, entre un empleado de oficina que resuelve su semana laboral en 32 horas y goza de tres días de descanso y un autónomo (en España hay 3,3 millones) que mantiene ruedas laborales de 50 horas repartidas en cinco o seis días a la semana. Sin embargo, habrá que dejar que algunos sectores lideren y sean la punta de lanza en esta evolución laboral y que los beneficios permeen al resto del mercado a distintas velocidades, tal como suele ocurrir con todos los avances sociolaborales.
Los avances tecnológicos son la palanca que nos invita a pensar que esta vez sí la quimera puede volverse real, pero este cambio podría producirse no antes de una década en países como España, tal como apunta Pedro Gomes, profesor en la Birkbeck University of London y autor de Friday is the new Saturday (“El viernes es el nuevo sábado”), un ensayo publicado en 2021 y que pasa por ser la biblia de este movimiento. Gomes, sin embargo, nos pone deberes. Un descanso de tres días implica ser más partícipes de la rueda de la economía en forma de mayor consumo de bienes y servicios. Debemos ser, pues, ociosos activos para que el sistema se sostenga. No en vano, las industrias del ocio y el turismo no existieron hasta que los trabajadores pudieron gozar de tiempo libre para descansar y disfrutar un poco de la vida.
Igual que el siglo XX vio cómo la semana de seis días laborables era reemplazada, para pasmo de muchos, por la semana de cinco días, el siglo XXI parece comenzar a estar preparado para dar otro enorme salto adelante en las relaciones laborales.