Riqueza reconcentrada

Las crisis enriquecen a un puñado de personas a costa del dolor o el perjuicio de muchas otras. ¿Hasta qué punto es sostenible el control del patrimonio en unas pocas manos?

Las distintas crisis de la humanidad tienen el efecto perverso de enriquecer a un puñado de personas a costa del dolor o el perjuicio de muchas otras. A veces la crisis es buscada por los potenciales beneficiarios, quienes actúan sin ningún escrúpulo moral; otras veces los beneficiarios no son responsables de la crisis, pero incrementan su riqueza aprovechando las oportunidades que esta genera.

Lo vemos claramente en las guerras, las de hoy y las de siempre. Lo vemos también en las recesiones económicas. Lo hemos visto, de forma muy cruda, en la reciente crisis sanitaria (humanitaria en muchos aspectos) producida por el Covid-19. Desde el inicio de la pandemia, 573 personas se han convertido en milmillonarias en el mundo, una cada 30 horas. Por el contrario, 263 millones de personas se verán abocadas a la pobreza extrema durante el presente 2022, casi un millón de personas más cada 33 horas. Estos datos demoledores, que ponen los pelos de punta y nos llevan a reflexionar sobre la desigualdad galopante en nuestro planeta, forman parte de las conclusiones de un informe de Oxfam Intermón titulado explícitamente Beneficiarse con el sufrimiento.

Según datos de Forbes, la riqueza total que actualmente acumulan los 2.668 milmillonarios que hay en el mundo equivale ya al 13,9 % del PIB mundial, habiéndose triplicado desde el año 2000, cuando suponía el 4,4 %. Los 10 hombres más ricos poseen más riqueza que el 40% más pobre de la humanidad. Íñigo Macías, responsable de investigaciones de la Oxfam Intermón, denuncia lo siguiente: “Para los milmillonarios, la pandemia así como el conflicto en Ucrania y el espectacular aumento de los precios de los alimentos y de la energía, están suponiendo un periodo de bonanza. Y esta realidad contrasta con un claro retroceso en los logros de las últimas décadas en la lucha contra la pobreza extrema a nivel global”.

Hay casos flagrantes de enriquecimiento inmoral, como es el desembarco de grandes corporaciones extranjeras en países arrasados por una guerra bajo el pretexto de reconstruir el país, privatizando en el camino bienes y servicios. Sin embargo, hay realidades mucho más complejas y la reciente pandemia es el mejor ejemplo. Por supuesto, los empresarios que han tratado de enriquecerse a través de la estafa a administraciones públicas, como hemos visto en el caso del material sanitario, merecen el reproche social y penal, pero la frontera es mucho más difusa con las corporaciones e individuos que se han enriquecido legalmente. ¿Es inmoral el ingente beneficio logrado por farmacéuticas, tecnológicas y cadenas de supermercados durante la pandemia, o por las compañías energéticas a raíz del veto a Rusia? 

Lo que subyace es el eterno debate en el marco de la filosofía política sobre el papel de las instituciones públicas y las empresas en una economía liberal: ¿una compañía tiene más obligación moral que respetar la legalidad, y pagar por ello las veces que no la respete? ¿No son los gobiernos los verdaderos responsables de poner coto a los excesos de las empresas? ¿O ciertas multinacionales se han hecho tan monstruosamente grandes que ya ningún gobierno las puede controlar? Lo mismo por el lado de la precariedad laboral y la pérdida de derechos del trabajador: ¿es más responsable la empresa que retuerce los convenios sectoriales para ahorrar costes salariales o el gobierno que no es capaz de imponer un marco regulatorio que proteja al empleado? 

Las respuestas variarán sustancialmente en función del país, pero todos comparten un punto común: la riqueza extrema de unos pocos es consecuencia directa de las buenas o malas políticas públicas y la gestión de los recursos comunes. El Laboratorio de la Desigualdad Mundial, un centro de investigación de la Escuela de Economía de París, advierte de que la desigualdad es siempre una opción política y dice que aprender de las políticas implementadas en otros países u otros períodos históricos es fundamental para diseñar vías de desarrollo más justas. En su reciente informe ‘Desigualdad Global 2022’, el centro subraya que, en promedio, la mitad más pobre de la población cuenta con un patrimonio de 4.100 dólares y el 10% superior tiene un patrimonio promedio de 771.300 dólares. A nivel de ingresos, una persona del 10% superior gana 122.100 dólares por año, mientras que una persona de la mitad más pobre percibe solamente 3.920 dólares. 

“La globalización realmente existente ha reducido la pobreza en muchos lugares del mundo, pero ha incrementado de modo obsceno las desigualdades, lo que corrompe los sistemas políticos y destroza la cohesión de las sociedades”, afirma el periodista económico Joaquín Estefanía.

Por supuesto, España no escapa a esta dinámica: ese 10% de población acaudalada tiene en sus manos el 57,6% de todo el patrimonio. En el particular español, la “limitada capacidad redistributiva” de su sector público sería una razón fundamental de la desigualdad. Clara Martínez Toledano, investigadora del laboratorio parisino, señala los “agujeros impositivos” del sistema fiscal español, que acaba siendo “incapaz de redistribuir” de forma adecuada la riqueza mediante los impuestos y transferencias.

Algunas voces disruptivas defienden abiertamente el papel positivo de las grandes fortunas. El economista de la Universidad de Harvard Gregory Mankiw lo sintetizó años atrás en un artículo controvertido, titulado En defensa del uno por ciento: “El grupo más rico ha hecho una contribución significativa a la economía y en consecuencia se ha llevado una parte importante de las ganancias”, dijo Mankiw. En el bando contrario, que es mayoritario, se sitúan expertos como la economista y filósofa belga Ingrid Robeyns, quien advierte de que los cortafuegos implementados por los organismos públicos no han funcionado ni funcionarán porque las grandes fortunas son un poder demasiado grande para las democracias. Robeyns va más allá y sostiene que la extrema riqueza no genera problemas, sino que “es” el problema.

Esto nos lleva a una pregunta seguramente irresoluble, pero a la vez urgente: ¿cuánta concentración de la riqueza admite la democracia?

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