René Robert, un prestigioso fotógrafo francés, falleció a los 84 años víctima de hipotermia días atrás. Robert cayó en una de las calles más transitadas de París y quedó tendido en el suelo. Pasó nueve horas a la intemperie, en plena noche invernal. Ningún transeúnte consideró adecuado llamar a una ambulancia.
“Asesinado por la indiferencia”, escribió lleno de rabia e impotencia el periodista Michel Mompontet, amigo de Robert. Fue una mujer sin hogar la que en un acto de compasión llamó a emergencias a las 6 de la mañana. Ya era demasiado tarde.
¿Cómo es posible tanta indiferencia, tanta inhumanidad?, se preguntaron miles de personas en todo el mundo al conocer el episodio. Esos transeúntes eran personas tan decentes como cualquiera de nosotros y sin embargo dejaron morir a un hombre. ¿Le habríamos socorrido nosotros en caso de circular en ese momento por la parisina rue de Turbigo? Seamos sinceros: probablemente no. La explicación más plausible a este fracaso social es sencilla: esos transeúntes dieron por hecho que Robert era un vagabundo más de los que habita París. Ya le socorrerá otro, pensaron. Ya le socorrerá otro, pensamos (casi) todos cuando asistimos desde la distancia a un problema ajeno. A fuerza de convertirlo en algo rutinario, nos hemos insensibilizado al dolor de quienes no conocemos.
En su más reciente ensayo (‘Decir el mal’, Galaxia Gutenberg), la filósofa Ana Carrasco Conde disecciona el concepto de mal con las herramientas de un médico forense. El mal es seguramente el fenómeno más controvertido de la filosofía, una cumbre muy escarpada que solo los filósofos más eruditos se han atrevido a escalar. Carrasco Conde nos lleva de la mano en ese tortuoso y fascinante camino filosófico y nos lanza sus propuestas. El mal supremo que a todos nos viene a la mente es el Holocausto. Es el genocidio de Ruanda. Es la bomba atómica sobre Hiroshima. Pero el mal también recorre lo cotidiano y nos interpela directamente. Todos hacemos el mal en mayor o menor grado. Y solo reconociendo que el mal existe, abordándolo sin prejuicios ni moralismos, podremos entenderlo y avanzar como seres humanos que conviven en sociedad.
“El mal puede decirse, concebirse, imaginarse, definirse, localizarse e identificarse. Otra cosa bien distinta es que queramos o no encararlo”, advierte la autora. “Es esa escena que nos negamos a ver a menos de dos metros de distancia en la calle perpendicular a la nuestra. Es también la mano levantada o el gesto de desprecio. Es la justificación falaz, el engaño o la mentira que tienen un coste para alguien”.
La filósofa alemana Hannah Arendt ya nos advirtió del peligro de no querer reflexionar ante lo que, sin embargo, “se ve y se intuye, aunque no se quiera mirar ni saber”, dice Carrasco Conde. En ‘Eichmann en Jerusalén’ (1963), Arendt apunta el concepto de la banalidad del mal que encarna Adolf Eichmann, uno de los mayores organizadores del Holocausto, quien “causó el mal no por ignorancia y desconocimiento de la ley, sino por falta de cuestionamiento de la misma”. Eichmann es el mal cotidiano llevado al extremo, pero son sus dinámicas (la rutina, el no razonamiento, la deshumanización del otro) lo que nos conecta con su figura y nos incomoda.
Por eso Carrasco Conde recoge el guante de Arendt y de grandes filósofos como Hobbes y Rousseau, pasando por referentes contemporáneos sobre la materia como el francés Paul Ricoeur (‘La symbolique du mal’, 1960), y practica una autopsia al concepto de mal con el fin no de justificarlo, sino de neutralizarlo. “Es importante el reconocimiento para crear sociedades igualitarias, que el ser humano reconozca al otro”, subraya la autora.
Solo reconociendo la existencia de ese mal cotidiano, de ese daño gratuito y repetido sobre los demás, podremos valorar qué hacemos como seres humanos al respecto, de modo que deje de ser algo inevitable y se convierta en algo opcional.