Llenar el tiempo
Nos da tanto pavor aburrirnos que somos capaces de hacer lo que sea, incluso pasarlo mal, para evitarlo. Así lo confirmó la revista Science en un experimento en el que se pidió a un grupo de personas que se sentaran en silencio durante 15 minutos en una habitación sin nada más que hacer. Como alternativa sólo tenían la opción de pulsar un botón y darse una descarga eléctrica. De los 42 participantes, casi la mitad, sobre todo hombres, prefirieron infligirse al menos un desagradable chispazo antes que verse privados de estímulos sensoriales externos. «La mayoría de la gente parece preferir hacer algo a no hacer nada, aunque ese algo sea negativo», concluyeron los autores del estudio.
En la actualidad el aburrimiento goza de cierto prestigio, pues por una parte es sinónimo de privilegio (bienaventurado aquel que en la sociedad de las tareas infinitas tiene un tiempo que perder) y por el otro es reivindicado como herramienta pedagógica para los niños. No sobre estimulemos a los hijos, dicen los psicólogos, pues tenerles todo el día ocupados con juegos, pantallas y clases extraescolares limita el desarrollo de su autocontrol y de su creatividad. Aburrirse, dicen los expertos, es la llave hacia adultos imaginativos y emocionalmente estables. De modo que dejar que un niño se aburra, por mucho que proteste, no supone fallarle como padre sino hacerle un enorme favor.
En pleno movimiento pro-aburrimiento surgen algunas voces que reman contracorriente y afirman que elevar el aburrimiento a los altares es un disparate. La investigadora Josefa Ros, fundadora de la International Society of Boredom Studies, la primera asociación científica y cultural del mundo para el estudio del aburrimiento, es una de sus críticas principales. Ros es una auténtica enciclopedia sobre la materia, y entre sus conclusiones destaca que el aburrimiento como tal, ese desasosiego que entre otras cosas puede llevarnos a preferir una descarga eléctrica antes que la simple nada, no beneficia a nuestro cerebro ni eleva nuestro espíritu. “Hoy escuchamos que hay que pedir tiempo para aburrirnos. Eso es un sinsentido, es como pedir tiempo para que te duelan las muelas. Lo que pedimos es tiempo para nuestros quehaceres, y eso no tiene nada que ver con el aburrimiento”, dijo Ros en la presentación de su ensayo La enfermedad del aburrimiento (Alianza Editorial, 2023).
Ahí es donde radica el matiz. Estar gustosamente absorto en tus pensamientos sin hacer nada no es aburrimiento; buscar soluciones imaginativas (y encontrarlas) a un estado de inactividad no es aburrimiento. Aburrimiento es verse forzado a soportar una tarea que nos resulta tediosa sin poder hacer nada para escapar de ella. Puede ser una carga laboral repetitiva, acudir a un encuentro social por compromiso o practicar una actividad desagradable, aunque a otros les resulte fabulosa. “El aburrimiento es un estado de malestar, de dolor, que experimentamos cuando el entorno, el contexto o la actividad no nos estimula adecuadamente. Que no nos estimule no quiere decir que la actividad sea poco estimulante. Cada uno de nosotros tiene una necesidad de estimulación distinta, una necesidad determinada por factores genéticos, ideológicos, culturales y sociales. Esa es la razón por la que algo que a ti te aburre a mí puede parecerme maravilloso”, resumió Ros en una entrevista.
La investigadora traza una comparativa intergeneracional interesante. ¿Por qué nuestros abuelos no padecían de aburrimiento, o al menos no lo expresaban, pese a disponer de un abanico muy limitado de actividades? “La diferencia que tenemos respecto a nuestros abuelos es que tenemos la agenda llena de actividades, pero no tenemos claro hasta qué punto tienen significado. Quizá ellos se aburrían menos, pero no porque no tuviesen espacios vacíos, sino porque sus actividades eran significativas”.
En el caso de los hoy ancianos, Ros propone dejar de estimularlos con actividades supuestamente beneficiosas para su buen estado emocional y cognitivo que sin embargo los mete a todos en un mismo saco, particularmente en los geriátricos. “A menudo, tratamos de proyectar sobre ellos esa necesidad de estímulo que tenemos en nuestro espacio vital la gente de 30 o 40 años, que estamos mucho en el hacer. Queremos llenarles el día con actividades, pero ellos se encuentran más en el estar, en reflexionar sobre lo vivido. A veces se aburren, precisamente, porque tratamos de estimularlos mucho más de lo que necesitan”. Sin duda es un enfoque novedoso.
Hay varios expertos que sí validan la importancia del aburrimiento, como la psicóloga británica Sandi Mann, autora de El arte de saber aburrirse (Plataforma Actual, 2017), quien lo define como una “fuerza poderosa, motivadora, que infunde creatividad, pensamiento y reflexión inteligente”. En el fondo no se trata de visiones contradictorias, sino de encontrar la raíz a un concepto demasiado amplio. Porque en el fondo el tiempo libre para la introspección no es el aburrimiento que todos repudiamos, sino tal vez lo es ese encuentro social que detestamos o la rutina laboral que hace que no pasen nunca las horas. Es la condena a esto último lo que debemos evitar.
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