Hacer lo que no conviene
«Haz lo que yo digo y no lo que yo hago» podría ser una buena frase para definir coloquialmente la akrasia. El concepto nos puede sonar a chino, o en este caso a griego, pero todos caemos en sus redes con frecuencia. La akrasia es algo tan sencillo como ver la tele o estar pegados al móvil justo antes de acostarnos. Sabemos que las pantallas estimulan nuestros cerebros y nos desvelan, perjudicando nuestro sueño, eso sin contar con las horas de descanso que perdemos y que terminaremos pagando, bien lo sabemos, a la mañana siguiente. Aun sabiendo todo esto, nos dejamos arrastrar por ese placer efímero en lugar de resistirnos. En eso consiste la akrasia, en hacer cosas que en ese momento nos apetecen aun sabiendo que nos perjudican. Los griegos lo definieron como la “debilidad de la voluntad”.
En la sociedad de la gratificación inmediata y el torpedeo de estímulos externos, la akrasia vive una época dorada. Tenemos tantos incentivos para ceder al impulso de hacer algo placentero que sabemos que no nos conviene que es casi imposible resistirse. Esto lo vemos de forma clara con la alimentación. Los cantos de sirena para consumir comida basura son tan insistentes y tan omnipresentes, desde pantallas de móvil a marquesinas callejeras, que pocos son quienes no sucumben en algún momento del día.
El concepto de akrasia procede de un debate en la filosofía antigua sobre si es posible actuar en contra de lo que se sabe que es bueno. En Protágoras, uno de los diálogos de juventud de Platón, el filósofo razona, por boca de Sócrates, que eso no puede suceder, porque todas nuestras acciones voluntarias son producto de la razón. Según este punto de vista, quien decide hacer algo debe haber juzgado que era lo mejor en ese momento. «Quien aprende lo que es bueno y lo que es malo nunca se dejará influir por nada para actuar de otro modo que como se lo ordena el conocimiento», le dice Sócrates al filósofo Protágoras en ese diálogo. Es decir, una vez que sabes qué acciones son virtuosas, ¿por qué haríamos otra cosa? Sin embargo, no contaba Platón con que a la razón hay que sumarle la bioquímica, que en muchas ocasiones tiene más poder sobre nuestras voluntades que el raciocinio.
En la antigua Grecia, la neurociencia andaba digamos poco desarrollada, y los grandes pensadores atribuyeron la akrasia a un fallo de la razón o del conocimiento. En la Edad Media, la akrasia se relacionó con la moral y la religión. Era, sencillamente, la base del pecado. Esa percepción moralista perdura a día de hoy, y es el motivo por el que nos sentimos culpables cuando caemos en ella. Por nuestra falta de autocontrol hemos vuelto a fumar un cigarrillo, hemos vuelto a comer alimentos que nos perjudican, hemos bebido una cerveza de más, o nos hemos acostado a la una de la madrugada mirando el móvil. Y eso, pasado el placer momentáneo, nos hace sentir culpables.
En La Ciencia del Pecado (Pinolia, 2024), el neurobiólogo Jack Lewis analiza los mecanismos de la tentación y toma los siete pecados capitales como guía del ensayo. “Los siete pecados capitales son comportamientos que son perfectamente saludables en moderación, y optar por la moderación generalmente requiere paciencia. Sin un poco de lujuria en las culturas humanas, no habría bebés. Sin un ápice de ira, no nos defenderíamos cuando sea apropiado y no evitaríamos que otros se aprovecharan. Pero el exceso de lujuria lleva al desamor para las parejas de los infieles y tal vez a bebés con padres que no están motivados para cuidarlos adecuadamente. El exceso de ira conduce a la violencia física y problemas con la ley”, resume el autor en entrevista con Hello!. Otro ejemplo cotidiano: los excesos financieros. “¿Por qué las personas gastan en exceso en tarjetas de crédito que no tienen esperanza de pagar nunca? A menudo (pero no siempre) es el triunfo de ceder al impulso de la gratificación inmediata por encima de la mejor opción a largo plazo. La impaciencia por obtener lo que queremos en este momento, en lugar de esperar hasta que podamos obtener las cosas de manera más asequible, suele ser el factor crítico”, dice Lewis.
Nuestro cerebro tiene varios sesgos y uno de ellos es el optimismo. Creemos, por lo general, que las cosas saldrán bien aunque no exista ninguna base para sostener esa idea. Esta actitud se ha perpetuado evolutivamente porque nos permite seguir adelante a pesar de los avatares de nuestra vida, desarrollando una mayor capacidad para lidiar con situaciones estresantes sin perder por ello nuestra motivación. Fumamos pensando que es improbable que padezcamos un cáncer de pulmón, comemos de forma insana sin pensar en los posibles problemas metabólicos graves, nos endeudamos convencidos de que nos las arreglaremos para pagar el préstamo, y así un largo etcétera. Digamos que a nuestro cerebro se le da muy mal proyectar decisiones presentes hacia el futuro y conectarlas con efectos venideros. Nuestra amígdala se activa cuando sentimos que nuestra vida corre peligro en el momento inmediato (un ruido en el bosque, alguien nos persigue, un coche se nos cruza), pero estamos biológicamente desarmados para prever el riesgo vital a varios años vista.
La akrasia también puede ser elevada a un plano social: cuántas naciones han permitido recortes de derechos fundamentales a cambio de la promesa de sus gobernantes de medidas inmediatas que aliviarán algunos de sus problemas. América Latina está repleta de ejemplos actuales, y la historia reciente de Europa se define, en parte, por esta akrasia social, como demuestra el auge de los totalitarismos hace ahora un siglo y el retorno de las autocracias y los discursos duros en el presente en todo el planeta. Se puede decir pues que el mundo vive sumido en la akrasia permanente, que va desde el inocuo folleto publicitario de la cadena de pizzerías de nuestro barrio a las soflamas incendiarias de los líderes de las grandes potencias en sus campañas electorales.
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