El virus del emotivismo

Criticamos el populismo político, pero olvidamos que todos nosotros echamos gasolina a ese fuego al sustituir el juicio racional por la emoción.

Solemos acusar a nuestra clase política de todos los males: la corrupción, la ineptitud, la falta de valores, la ignorancia y por supuesto la polarización. Pero esa clase política no es más que el reflejo de la sociedad a la que sirve. La ciudadanía es quien siembra el fruto del populismo y la degradación institucional. O dicho de otro modo: el populismo existe porque lo hemos ido regando año a año en las urnas. Para un creciente grupo de filósofos y polítólogos, la semilla de ese populismo tiene nombre propio: emotivismo social.

El filósofo escocés Alistair MacIntyre definió el emotivismo como la doctrina según la cual los juicios de valor, y muy particularmente los juicios morales, no son más que expresiones de preferencias, actitudes o sentimientos. Dicho llanamente, nuestro sentir personal (y ahí van incluidos los prejuicios) se impone a la razón a la hora de juzgar el mundo que nos rodea. Uno ya no vale lo que es, vale lo que creemos que es. “Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones clave. Pero hemos perdido (en gran parte, si no enteramente) nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral”, teorizó MacIntyre. Perder el norte en la brújula de la moral, de las reglas democráticas y ciudadanas, significa que lo correcto y lo incorrecto, la verdad y la mentira, se diluyen en un relativismo muy pernicioso para la convivencia. Todo es correcto o incorrecto según el cristal con el que se mire.

“Es más fácil manejar la emoción que la razón”, considera Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia en una entrevista reciente. “Quienes hemos estudiado estos temas sabemos que existe una predisposición biológica al tribalismo, a la defensa de lo mío frente a lo de fuera”. El problema surge cuando las élites políticas y mediáticas atizan el fuego de la emoción para incendiar el debate social, en lugar de jugar en el terreno de la razón, mucho más saludable aunque exigente intelectualmente.

McIntyre lo tiene claro: las sociedades occidentales se encuentran en un proceso de decadencia porque se han quebrantado los códigos del diálogo. La resume gráficamente la Universidad de Barcelona en su explicación del fenómeno: “Cuando se discuten temas como el aborto, el armamento nuclear o la organización de una sociedad justa, el uso de una argumentación emotivista hace que no pueda llegarse nunca a una conclusión racional, puesto que cada persona utiliza unos conceptos que no tienen un equivalente con los que utilizan sus oponentes. No puede establecerse una equivalencia entre los distintos tipos de argumentaciones y, por tanto, no se puede llegar a una conclusión única y definitiva. Toda justificación se convierte en la manifestación de una simple preferencia personal. El emotivismo reduce toda discusión moral al intento de una persona para cambiar los gustos y las preferencias de otra; cualquier medio es válido para lograr ese objetivo”.

El filósofo Miguel Ángel Quintana Paz sentencia que vivimos “en un auténtico imperio del emotivismo” que a menudo “nos gobierna con modos dictatoriales”. “Los políticos se adjudicaron de inmediato el deber de influirnos mediante soflamas y campañas publicitarias, siempre con el fin loable de que nuestros sentimientos fueran como deben ser. Se coartó la libertad de expresión cada vez que esta pudiera suscitar sentimientos inadecuados”, explica el filósofo en el diario The Objective. Y remata: “No es agradable vivir en un mundo en que solo cuentan ya las emociones, salvo que tengas la suerte de que las tuyas coincidan con las de la masa; o, al menos, te hayas esforzado por hacerlas coincidir. (…) El emotivismo ha borrado que hay justicia e injusticia más allá de lo que a mí o a los míos nos parezca; nos ha dejado con un lenguaje moral muy parco: ‘Me gusta/no me gusta’, ‘quiero que te guste/quiero que te disguste’, y pocos vocablos más”.

El filósofo mexicano Francisco Ugarte, en una disertación titulada La verdad amenazada, señala el protagonismo de las redes sociales en este boom del emotivismo, pues en las redes sociales es la emoción, sea positiva o negativa, el baremo del éxito. Esto hace que “nos interese más sentir que conocer”, convirtiendo a los sentimientos en el “criterio para juzgar y decidir: me gusta o no me gusta; me hace sentir bien o no; me emociona o me deprime. La autenticidad consistirá, entonces, en dejarse llevar por los sentimientos”. Ugarte nos recuerda que “un síntoma frecuente de inmadurez consiste en el predominio de las emociones sobre la inteligencia”, y esto puede aplicarse a la progresiva infantilización de nuestra sociedad.

La preocupación por el emotivismo social ha irrumpido con fuerza en ámbitos académicos. Antoni Puigverd, ensayista y poeta, sostiene que la presente crispación social se debe a ella: “La tensión ha aumentado sin cesar, favorecida por dos fenómenos que degradan a todas las democracias: el emotivismo de las redes sociales y la polarización de los medios de comunicación”.

Otro académico alarmado es el  filósofo y expolítico José María Lassalle. En su obra Contra el populismo (Debate, 2017), señala que determinadas fuerzas políticas atizan el rencor, la venganza y el miedo en su propio beneficio con excelentes resultados. Y una vez roto el tablero político, recomponerlo es muy complicado. En esta coyuntura hay una buena noticia: el altavoz de las redes sociales ha dado un gran impulso popular al interés por la política y los asuntos comunes. El problema es que esa energía está siendo encauzada en una dirección muy perniciosa. Saber canalizar la energía de la sociedad es, dice Lassalle, una batalla intelectual de primer orden en el tiempo presente.

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