El deporte y los valores

El Mundial de fútbol de Catar vuelve a ponernos en la encrucijada de escoger entre la dignidad y el goce del espectáculo. La historia nos dice que siempre gana lo segundo

El paraguas del deporte lo aguanta absolutamente todo. Con la promesa de disputar el mayor combate de boxeo de todos los tiempos, Mohamed Alí y George Foreman pelearon en Zaire (hoy República Democrática del Congo) el 30 de octubre de 1974. Lo hicieron a cambio de una recompensa multimillonaria, y lo hicieron a pesar de que con ello validaban ante el mundo la terrible dictadura de Mobutu Sese Seko. Ali y Foreman no fueron los únicos responsables. También lo fueron los cientos de periódicos y televisiones que informaron de ello y las empresas que se publicitaron con el evento a mayor gloria del tirano. Lo fueron, en parte también, los millones de espectadores que se congregaron ante sus televisores para disfrutar del evento. Lo que en otro ámbito de la vida nos parece intolerable, con el deporte nos parece un poco más digerible. Es lo que en inglés se conoce como ‘sportswashing’, o lavado de imagen a través del deporte.

 

El lavado más infausto de la historia es seguramente la celebración de los Juegos Olímpicos en Berlín en 1936. El espíritu era en esencia bueno: el regreso de Alemania a la comunidad internacional tras su aislamiento después de la derrota de la Primera Guerra Mundial. El trasfondo fue nefasto: homologar la dictadura de Adolf Hitler. Es cierto que esos Juegos se concedieron a la Alemania de Weimar en 1931, no al Tercer Reich, pero llegada la hora solo la España republicana hizo una llamada al boicot. Nadie la escuchó. El régimen nazi explotó la cita con resultados desiguales. Para el recuerdo queda la gesta atlética de Jesse Owens, que sonrojó al régimen, pero a fin de cuentas Hitler obtuvo un enorme rédito propagandístico de puertas hacia dentro, que era lo que pretendía. Bien lo refleja Olympia, el documental del evento filmado por Leni Riefenstahl.

 

¿Es el Mundial de fútbol de Catar la operación de ‘sportswashing’ más cara de la historia? Sin duda, con sus 220.000 millones de presupuesto. ¿Es una mancha para la conciencia social de la humanidad? Posiblemente, pero como hemos visto, llevamos un siglo manchando nuestras conciencias a través de grandes eventos deportivos que en lo público nos aberran y en lo íntimo de nuestros sofás nos fascinan.

 

Catar, por desgracia, no marcará ningún punto de inflexión hacia una mayor concienciación social que obligue al poder y al dinero a separar de los valores inmaculados del deporte de la sucia manipulación política. Sin ir más lejos, el anterior Mundial de fútbol se disputó en Rusia en 2018 y no pasó nada. Era la misma Rusia de Vladimir Putin que hoy se ha revelado como un estado autoritario e imperialista, y que cuando los activistas y politólogos nos advertían de ello cuatro años atrás, decidimos ignorarlos en pos del espectáculo y el negocio. Lo mismo sucederá las próximas cuatro semanas en Catar. Y lo mismo sucedió en 1978 en Argentina, cuando un Mundial marcado por la corrupción en su proceso de designación (igual que este) se celebró a mayor gloria del sanguinario régimen de Jorge Rafael Videla, quien entregó en mano el trofeo de campeón del Mundo al equipo argentino. Podemos encontrar innumerables ejemplos de debacle moral vinculada al deporte. Los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, por ejemplo, sirvieron para que una dictadura represiva mejorase su imagen ante el mundo y, sobre todo, ante sus propios ciudadanos. Podríamos seguir enumerando eventos menos célebres pero igual o más infames.

 

El deporte es un bálsamo social, una ilusión vital para millones de personas que se emocionan, se inspiran y disfrutan con las hazañas de sus ídolos, y que les permite olvidar por unos días las cargas y miserias de sus vidas cotidianas. Y con el fin egoísta de evadirse de ese mundo, toleran abusos en otros lugares del planeta, a veces incluso en sus propios países, que en otro contexto quizá no tolerarían. El deporte es felicidad, y la felicidad nos invita a la complacencia con el mundo que nos rodea. Aunque el evento sea efímero, las endorfinas permanecen por largo tiempo, hasta que llegue esa siguiente cita deportiva que nos haga vibrar.

 

Dice el filósofo surcoreano Byung-chul Han en La sociedad paliativa (Herder) que “el dispositivo neoliberal de felicidad aísla a los hombres y conduce a una despolitización de la sociedad y a una pérdida de la solidaridad”. En este llamado a ver el lado positivo de la vida, a disfrutar del deporte sin querer siempre politizarlo todo, el sistema lo que trata en verdad es de adormecernos, dice Byung-chul Han, pues esa búsqueda individual de la felicidad nos distrae de la situación de dominio establecida. En contraposición, la protesta social, la revolución contra lo establecido, es equiparada a la tristeza, a la depresión, a lo no deseable.

 

Catar será un éxito pese a que los pilares que sostienen el evento están carcomidos por las pulsiones más mezquinas del hombre: la corrupción, la avaricia, el poder, la esclavitud. Y lo será porque nunca antes habían confluido tres factores en su pleno apogeo. El primero, como señala Byung-chul Han, es la anestesia generalizada de nuestra rebeldía, el individualismo llevado al extremo; el segundo, la caída de los muros de contención del deporte hacia el dinero manchado de corrupción y sangre, pues nunca antes como en la última década se había normalizado tanto el patrocinio de clubs deportivos y la organización de eventos por parte de cleptocracias y regímenes autoritarios; el tercero es el cénit de las redes sociales, que nos permiten desahogarnos y expresar nuestras protestas con un sencillo tweet antes de continuar tranquilamente con nuestra vida social. Las redes son un excelente canalizador de la protesta y la indignación, pero no pueden ser la protesta en sí misma. Y eso es lo que está ocurriendo.

 

Así, cuando el Mundial termine el 18 de diciembre con la ansiada final, Catar habrá conseguido su objetivo de ‘sportswashing’ (no olvidemos que el objetivo siempre es el público interno), y el mundo loará las gestas futbolísticas del torneo. Luego olvidará que Catar siquiera existe. Boicotear el evento será una decisión privada e individual, y sería ingenuo esperar cualquier otra reacción colectiva. Al fin y al cabo, no podemos esperar otra cosa si repasamos nuestra historia contemporánea.

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