China echa el freno
El gigante asiático deja de ser la locomotora económica del mundo para entrar en una desconocida fase de incertidumbre.
Vaticinar el colapso del Partido Comunista de China (PCCh) ha sido un pasatiempo para muchos economistas y politólogos durante décadas. Los desmanes del estado del terror impuesto por Mao Zedong en los años 60, la muerte del dictador y la apertura al mundo de finales de los 70, la revuelta pro democrática de la plaza de Tiananmen de 1989, el enriquecimiento y ambiciones personales de la sociedad china en la entrada al siglo XX. Todo lo anterior parecían señales de la zozobra del régimen. Ahora el país padece la paralización de su crecimiento debido a la implosión del sector inmobiliario, algo que recuerda a Estados Unidos en el año 2008.¿Es en esta cuando la dictadura china cae?, se vuelven a preguntar los economistas y politólogos. La conclusión generalizada es que tampoco será esta vez, si bien debemos comenzar a mirar a China con unos ojos muy distintos a los de los últimos 30 años, cuando fue la locomotora productiva del planeta y su milagro económico.
China hizo saltar las alarmas este verano. Tras la bancarrota de varios gigantes inmobiliarios mimados por el estado durante años, de pronto un gran gestor de activos se declaraba incapaz de devolver sus deudas a los bancos, iniciando la bien conocida por todos bola de nieve de impagos e insolvencia. El régimen chino, que mantiene un férreo control sobre las grandes empresas y los bancos, supo detener la hemorragia, pero fue incapaz de maquillar por más tiempo la crisis que transita. Según un informe del banco de inversión Nomura, la crisis inmobiliaria china ya ha provocado el impago de la deuda de decenas de promotores, y muchos fondos de inversión han salido del sector.
Ante este panorama sombrío, los analistas nos invitan a pasar página al tópico de ‘la fábrica del mundo’ y empezar a hablar de la ‘japonización’ de China, es decir, de una larga etapa de debilidad económica producida por una implosión de los activos inmobiliarios sobrealimentados por el crédito barato, tal como le ocurrió a Japón en 1990 y cuyas consecuencias todavía arrastra.
“La cuota de Japón en el PIB mundial pasó del 17% en 1990 al 7% en las dos décadas siguientes. En su curso actual, la economía china va en la misma dirección”, advertía un análisis de la agencia Reuters semanas atrás, y remataba: “El problema es que los desequilibrios económicos de China son mucho peores que los de Japón en 1990”. En su reunión anual celebrada en Marrakech (Marruecos), el Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió de la ralentización del crecimiento económico en la República Popular, y planteó la perspectiva de una «japonización».
El estallido inmobiliario japonés es uno de los grandes laberintos económicos de la historia del siglo XX. En su cenit, los terrenos del Palacio Imperial de Tokio llegaron a valer más que todo el territorio de California. Y sin embargo, la burbuja inmobiliaria china parece aún más extrema que la del Japón de 1990, según se puede extraer de los datos manejados por la consultora inmobiliaria Savills, que cifra que en su momento cumbre el sector inmobiliario chino se valoró en unas 5,5 veces el PIB del país. En comparación, la burbuja inmobiliaria japonesa alcanzó un máximo de 4,8 veces el PIB.
Deflación, población activa en descenso y crecimiento del PIB a la baja. Esa es la tríada de males a los que se enfrenta China, cuyo PIB apenas ha alcanzado la mitad del nivel de Japón en 1990. Es decir, su motor ha gripado mucho antes de poder dar a su población unos altos estándares de vida. Así, los 296 millones de trabajadores emigrantes del país se enfrentan a una desaceleración del crecimiento salarial, sus nuevos licenciados universitarios lucharán por encontrar trabajo, y la clase media urbana se enfrenta a grandes pérdidas de capital por sus inversiones fallidas en el mercado inmobiliario.
Por su parte, el presidente Xi Jinping, el dirigente más poderoso de China desde Mao Zedong, afirma que todo marcha según lo previsto, y que las turbulencias presentes son solo parte de un reajuste económico hacia un “desarrollo de alta calidad”.
Pero bajo la retórica triunfalista, muchos observadores se preguntan si se está rompiendo el contrato social chino, aquel por el cual el Partido Comunista de China (PCCh) brindaba a su pueblo abundantes oportunidades económicas a cambio de fuertes restricciones a su libertad política. Ese contrato ha funcionado durante medio siglo tras la muerte de Mao Zedong, pero ya no está claro. En lugar de crecimiento y oportunidades hay vagas promesas de seguridad y «una vida mejor». En marzo de 2022, el tamaño de la economía china era aproximadamente el 77% del de la estadounidense. Hoy, está más cerca del 68%, según The Heritage Foundation.
Esto, con 600 millones de personas que luchan por sobrevivir con menos de 140 dólares al mes, puede no llegar a ser suficiente si el régimen no logra encontrar una senda de crecimiento en la próxima década. Aun con todo, el PCCh sigue siendo poderoso e influyente, con más de 90 millones de miembros y 88 millones en las juventudes del partido. Es problable que, si la reforma se hace necesaria, el PCCh pueda reformarse dentro del sistema político actual. Históricamente ha sabido hacerlo, razón por la cual ha sobrevivido hasta el siglo XXI.
Eso no impide que un alto porcentaje de chinos pueda perder la fe en el régimen de Xi, generando un inquietante caldo de cultivo. “La clase media china es la mayor beneficiaria de la política del PCCh, y no está dispuesta a volverse contra el partido en las circunstancias actuales”, subraya Zhou Jinghao, analista chino afincado en Nueva York. Entretanto, el Banco Mundial redujo en octubre su previsión de crecimiento económico para China en 2024 al 4,4%, frente al 4,8% previsto anteriormente. Una tasa de crecimiento muy respetable, pero que será la más lenta para el país desde la década de 1960.
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