Un distrito de Tennessee, Estados Unidos, ha retirado de las bibliotecas escolares la novela gráfica Maus, ganadora del premio Pulitzer en 1992 y una obra maestra del género, porque es perniciosa para la formación de los niños. Maus relata la relación del autor, Art Spiegelman, con su padre, superviviente del Holocausto. El comité escolar censuró la obra debido a un supuesto lenguaje profano y a una viñeta en la que aparece un personaje desnudo. Personaje, por cierto, representado por un ratón. El Museo del Holocausto de Estados Unidos deploró la decisión y advirtió de que libros como Maus “pueden inspirar a los estudiantes para tener un pensamiento crítico acerca de su pasado y de sus propios roles y responsabilidades hoy”.
Según un informe de PEN, un organismo que vela por la libertad de expresión en Estados Unidos, en los últimos meses se han retirado de las bibliotecas escolares más de 1.500 libros, una “intensidad sin precedentes” en el espíritu censor, liderado principalmente por el ala ultraconservadora pero abrazado también por ciertos sectores progresistas. La razón de fondo es proteger a los jóvenes de contenidos ofensivos, perturbadores o doctrinarios, desde visiones sobre la sexualidad a las políticas raciales. Aunque en realidad los promotores de la censura justo buscan lo que dicen perseguir: condicionar ideológicamente a los menores.
España tampoco se ha librado recientemente de la tentación censora en las escuelas. Gobiernos autonómicos piden con frecuencia a las editoriales que revisen y corrijan contenidos referentes a nuestra historia, a los movimientos sociales y a actuaciones políticas concretas, en base a quién controle el gobierno regional en ese momento. En octubre de 2021, una juez de instrucción retiró con medidas cautelarísimas un listado de libros de once institutos públicos de Castellón apelando a la “libertad religiosa” y a una supuesta amenaza de la “ideología LGTBI” sobre los estudiantes. La medida levantó un revuelo considerable. Una entidad ultraconservadora estaba tras la denuncia.
Por supuesto, la censura alcanza cotas absolutamente obscenas en dictaduras y autocracias en todo el mundo. En China, los censores no consienten ni siquiera mencionar a disidentes políticos, protestas sociales o figuras relevantes de la política, incluido el presidente Xi Jinping. En Rusia existe una ley que restringe explícitamente la homosexualidad en la literatura. ¿Dónde está el límite? A poco que uno ponga voluntad, se puede revisar de manera crítica toda la literatura universal y eliminar de un plumazo obras cumbre de la humanidad. ¿Quitamos de las bibliotecas Macbeth por la sucesión de asesinatos y la brujería? ¿Suprimimos la literatura medieval europea por la defensa de la religión?
En Seattle, un distrito ha retirado Matar a un ruiseñor de su currículo por su descripción de las relaciones de raza y el uso de lenguaje racista. En varias escuelas canadienses, se quemaron en 2019 ejemplares de Astérix y Lucky Luke, entre otros, para eliminar estereotipos negativos relacionados con los pueblos indígenas. Obras maestras como El guardián entre el centeno, Las aventuras de Huckleberry Finn o Harry Potter han sido censurados en distintos puntos de Estados Unidos en años recientes.
La censura es una herramienta que, sustentada por el código penal, garantiza la salud de un sistema democrático, pero fuera del arbitraje legal, corre el riesgo de emponzoñar la educación de las generaciones futuras. Tal vez se esté cumpliendo la profecía que Ray Bradbury escribió en la coda de su afamado Fahrenheit 451. Se trata de un futuro en el que todos los libros se queman porque la gente ha decidido que el conocimiento trae dolor. Bajo esta premisa, es mucho mejor ser ignorante que estar bien informado.
Así, cuando la práctica de censurar libros de texto o retirar obras de las bibliotecas escolares se debe exclusivamente al deseo de no ofender a nadie, se genera una espiral difícil de detener. Porque si buscamos contenido discrepante con nuestra visión actual del mundo y con el modelo de sociedad que queremos preservar, lo podemos encontrar en casi cualquier obra literaria de prestigio. Y en base a ello, transmitir a nuestros alumnos que hay literatura buena y literatura mala, cercenando su capacidad de desarrollar un pensamiento crítico.
Diane Ravitch, autora de The Language Police: How Pressure Groups Restrict What Children Learn (La policía del lenguaje: cómo los grupos de presión restringen lo que los niños aprenden) documenta cómo los editores están borrando categorías enteras de información que pueden considerarse incluso remotamente ofensivas o polémicas. “Los revisores de prejuicios y sensibilidad se basan en presunciones que tienen el inevitable efecto de censurar todo lo que podría ser intelectualmente estimulante y dar viveza a los textos que leen los niños”, indica Ravitch.
Para Sofía García-Bullé, investigadora del Observatorio de Innovación Educativa del Instituto Tecnológico de Monterrey (México), existe “una conexión directa entre los temas de los libros censurados y las conversaciones que las familias consideran más complicadas de llevar con sus hijos. El hecho de que se vea a la censura como una forma tan concurrida para evitar estas conversaciones es un problema serio”. Y alerta: “No podemos hacer es desaparecer las realidades de las que hablan los libros que prohibimos, ni evitar que niños o adolescentes se topen con estas realidades en algún momento de su vida. Cuando elegimos restringir en vez de dialogar, suprimimos las conversaciones que los niños necesitan para desarrollar herramientas básicas que los ayuden a entender el mundo a su alrededor, a veces hasta a sí mismos”.